sábado, 2 de junio de 2007

La visibilidad de la inmigración

Hace unos meses un funcionario municipal tramitó una instancia ciudadana. En ella se pedía, respetuosamente, que se personara un técnico en el domicilio del firmante para medir el nivel de ruido que emitían las campanas de una iglesia cercana y si éste superaba el límite establecido por la ordenanza se instara al cierre de sus instalaciones o, en su defecto, se prohibiera su utilización por parte del párroco para llamar a sus fieles. Evidentemente la demanda fue archivada sin más, como una muestra de excentricidad de un irreverente y escrupuloso ciudadano dispuesto a forzar el espíritu de la norma. Una norma se fuerza cuando se invoca para solucionar un problema que nada tiene que ver con el objeto de la misma y la demanda apuntaba más a cuestionar el papel de la religión en el espacio público que a solucionar una molestia acústica. Se trataría de una interpretación de la laicidad que iría más allá de la originaria limitación del poder del estado en materia religiosa para salvaguardar la libertad individual –es decir, la reivindicación de la existencia de una esfera de lo privado- hasta plantear el rechazo a cualquier manifestación de lo religioso que supere los estrictos límites de las mentes y hogares particulares.El carpetazo del expediente fue posible porque el funcionario o el político se sentía legitimado por la costumbre y los usos de una sociedad más o menos homogénea pero, ¿qué hubiera pasado si la demanda hubiera hecho referencia al “ruido ambiental” producido por la llamada a los creyentes desde el minarete de una mezquita? Esto ya no es tan impensable en muchos municipios y, más concretamente, en barrios en los cuales la población inmigrante ya es claramente mayoritaria. La respuesta de las administraciones municipales ante la creciente diversidad cultural está siendo la utilización forzada de la normativa urbanística con la voluntad de restringir la visibilidad que el comercio y los establecimientos dan a las diferencias culturales. Si ya son muchos los municipios que han restringido la instalación de locutorios en ciertas zonas -amparándose en la necesidad de regular un sector emergente- la normativa urbanística aprobada recientemente por el Ayuntamiento de Banyoles (Girona) va más allá al prohibir la apertura de nuevos establecimientos étnicos en el barrio de La Farga, donde viven la mayoría de los inmigrantes del municipio. No estamos ante la actuación arbitraria de un gobernante, sino ante una respuesta por elevación a la presión a la que los consistorios se ven sometidos por parte de sus ciudadanos -es decir, por la población autóctona con derecho a voto- y más concretamente de los votantes de los partidos de izquierda que gobiernan los municipios catalanes con más presencia extranjera. Porque La Farga es un barrio que surgió con el desarrollismo de los sesenta para acoger a la población proveniente del resto de España y es sólo la nacionalidad lo que con el devenir de los años ha convertido lo que era una concentración en un gueto. La población autóctona de estos barrios no responde a un estímulo racista. No, al menos, a una idea decimonónica de racismo que ya no existe, sino a preocupaciones a veces cuantificables –percepción de pérdida del valor de la vivienda o competencia por recursos públicos escasos- o cuando menos sentimentales, como la melancolía que puede producir la vivencia cercana de situaciones de fragilidad social que ellos mismos vivieron en su llegada y que tenían por totalmente superadas.Si la respuesta por parte de las administraciones a esta demanda es lógica -al menos lógica según el constructivismo que equipara voluntad y acto normativo- no está muy claro los beneficios de traerá la aprobación de estas normativas. Dejo la valoración legal de prohibir una actividad por la nacionalidad del propietario al gremio de los constitucionalistas, cuando dejen de estar tan atareados, y me centro en los motivos que alegan los promotores de su aprobación. La norma responde –dicen- a la “voluntad de evitar la creación de guetos dentro de la ciudad”. Sin embargo el comercio sólo es un síntoma de lo que el mercado inmobiliario produce. Mientras el precio de la vivienda sea más asequible en ciertos barrios por la existencia de déficits estructurales, éstos serán siempre la puerta de entrada de la población inmigrante más frágil y donde preferentemente se situará el comercio étnico a la búsqueda de potenciales clientes. La norma responde –dicen- a la voluntad de limitar la saturación de “una tipología determinada de comercios que impida la aparición de un comercio más atractivo”, como si la simple prohibición de aquello que los consumidores demandan sea garantía de sustitución por aquello que los gobernantes desean. Es bien sabido que limitar la libertad comercial es una de las tentaciones predilectas de los gestores públicos y hay que reconocer que no les faltan apoyos para ello, entre otros los de los comerciantes étnicos ya instalados que, como los autóctonos, no pierden oportunidad en secundar cualquier iniciativa contraria a su condición siempre que les ahorre la engorrosa competencia. Las demás razones que se arguyen son igualmente rebatibles…pero nadie lo hace porque se sabe un esfuerzo inútil, y la melancolía está muy desacreditada. La razón última no está escrita, pero se sobreentiende: dar una respuesta a la demanda de los ciudadanos autóctonos a la angustia que les provoca los cambios que observan en su entorno. Cuando la costumbre y el consenso ya no son suficientes, la tentación de utilizar la norma -aunque sea urbanística- para construir la convivencia es insuperable para nuestras administraciones locales. Y esto será así mientras nadie se atreva a plantear qué modelo de integración de los inmigrantes se quiere. Y ahora sustituyan ese “nadie” por el sustantivo que prefieran: país, partidos o usted mismo.