domingo, 26 de diciembre de 2010

Nada personal


La Fundación Secretariado Gitano ha presentado recientemente su informe anual sobre discriminación correspondiente al año 2009. En él se documentan 131 casos de discriminación contra este colectivo, de los cuales un 36% refieren a contenidos de ese carácter en los medios de comunicación. Es decir, que a lo largo del año pasado sólo se denunciaron 80 casos de discriminación sufridos por personas. La verdad es que me parecen pocos, quizás porque el gitano no debe ser un colectivo muy amigo de denuncias ni de policías, aunque sólo lo sean de la corrección política.

Pocas comunidades –realmente ninguna- cargan en nuestro país con tantos prejuicios como la gitana. El prejuicio, en sí, es un mal necesario. Responde a la necesidad de formarse un criterio sobre algo en ausencia de información, y se elabora a partir de generalizaciones basadas en cálculos de probabilidades. Si pensamos en universales, el prejuicio es inevitable. Esa información difusa es la que, por un criterio de prudencia, nos hará cambiar de acera si vemos a una persona con aspecto sospechoso avanzar hacia nosotros en un callejón oscuro, por utilizar una manida imagen cinematográfica que, además, nos evita dar nombres -por lo de oscuro. Tener prejuicios es natural e inevitable. Lo que es evitable –y da razón de nuestra calidad humana- es no saber dejar en suspenso esos prejuicios cuando entramos en contacto con esa misma persona al día siguiente en el trabajo. Toda persona tiene derecho a que se juzgue por sí misma y no por su universal, y sólo después se podrá comprobar si su calidad personal confirma la probabilidad estadística en la que se funda el prejuicio.

Pero ahora estamos rodeados de diferentes. Vivimos una explosión de la diversidad certificada desde los discursos oficiales y los gitanos han dejado de ostentar en exclusiva el agravio del racismo. Un racismo que no es necesariamente como el decimonónico, para el cual la diferencia sólo merecía el desprecio que se siente hacia lo inferior. Ahora al diferente no le desprecia sino que se le teme, por el mismo motivo que Nietzsche era misógino, porque reconocía en la mujer que encarnaba su hermana a alguien que podía ser más fuerte que él. Más fuertes, más jóvenes, más intrépidos, menos anquilosados por las comodidades del estado beneficiente, más orgullosos de sus creencias que nosotros de las nuestras, fatalmente erosionadas después de un siglo flagelándonos por nuestro etnocentrismo. Nos molesta el extranjero porque nos enfrenta con nuestras propias externalidades negativas.

En contra de la opinión del progresismo bien intencionado, la diversidad no es una virtud en sí misma, sino un hecho fáctico y verificable. Lo que sí es un ejercicio de virtud es la adaptación de las estructuras políticas y sociales que las sociedades abiertas han llevado a cabo para aceptar y asumir esa diversidad. Las sociedades abiertas o liberales se diferencian de las sociedades cerradas o autoritarias en que, al hacer de la libertad su valor preeminente, pueden asumir sin debilitarse la pluralidad de los proyectos vitales de sus individuos. Si la tesis del choque de civilizaciones fuera cierta, éste no se produciría entre diferentes valores substantivos, sino entre las sociedades que hacen de la asunción de su pluralidad interna un valor y aquellas que sofocan esa pluralidad interna a favor de una determinada idea del bien impuesta por el poder político. La superioridad de las sociedades abiertas radica en otorgar valor al formalismo, lo que hace posible la coexistencia de los valores substanciales en un pluralismo que no debe confundirse con relativismo: no todos los proyectos vitales tienen el mismo valor, aunque a todos se les otorgue el derecho a coexistir.
Es en este contexto que se debe revalorizar el concepto de tolerancia, también muy denigrado por el buenismo progresista. Según sus críticos, tolerar implica aceptar una relación de superioridad sobre el tolerado, lo cual sería intolerable entre iguales. Pero es justamente por revelar las relaciones de poder por lo que este concepto tiene valor. Tolerar no significa otra cosa que aceptar la existencia de lo que no me gusta…sin exigir al poder político que lo haga desaparecer. En contra de la opinión general, es un concepto más analítico que normativo, pues refiere a los límites que una sociedad se impone a la hora de utilizar su poder de coerción. No es cierto yo pueda exigir al conjunto de la sociedad que apruebe mi conducta, ni que me acepte como soy, ni siquiera puedo exigirle que disimule su rechazo, pero lo que sí puedo exigirle es que me tolere, es decir, que no demande al poder que me envíe a la policía –la de verdad, no la de la corrección política- para que sofoque la cuota de pluralidad que represento.