“La cultura del
esfuerzo debería ser de izquierdas”, es el titular entrecomillado de esta
entrevista a Rafa el
Nadal -hermano del eterno líder del PSC, Joaquim Nadal y él mismo director de
El Periódico de Catalunya- dando a entender que (ya) no lo es.
No siempre fue así. En la izquierda decimonónica el
esfuerzo y el sacrificio eran imprescindibles para construir la nueva sociedad
socialista que nadie iba a construir por ellos. Los viejos socialistas sabían
que dos verdades no pueden ser contradictorias: que las personas tienen la
obligación de velar por sí mismas, ganándose la vida con su trabajo para no ser
una carga para el resto y que, para que esto sea posible, lo mejor es dedicarse
a aquello que es de utilidad para los demás; lo social del socialismo, antes
que el ismo lo desvirtuara todo.
Sin embargo, una vez que se ha conseguido una sociedad,
si no socialista si socialdemócrata, esta ética del esfuerzo parece haberse
abandonado. El nuevo socialismo es más hedonista, más atento a la expresividad
que a la capacidad humana, dejando al estado la tarea de resolver todo lo
referente a las necesidades de los individuos. Éste, tan sujeto de sus
derechos, se siente liberado de responsabilizarse de su suerte y ahora es el
conjunto de la sociedad la que se pregunta que puede hacer por él y no él que
puede hacer por los demás.
¿Qué tipo de organización social tiende a producir una
medida política concreta? Esa era la pregunta que, según Herbert Spencer se
debería hacer todo gobernante antes de legislar. Hacer asumible colectivamente la
irresponsabilidad individual socializando las pérdidas resultantes de la toma
de decisiones erróneas no es solamente inmoral, sino que a la larga es insostenible
para ese mismo estado, que no puede con la carga que genera esa rutina
multiplicada por el conjunto de la población. Después del Prestige muchos afirmaban que las políticas neoliberales habían
debilitado tanto la administración que ésta no podía responder cuando se
presentaba una situación crítica. Por el contrario, creo que el problema no era
de delgadez, sino de obesidad: el estado ha crecido de tal manera, abarca
tantas cosas, que se ha quedado sin
cintura para responder con agilidad en situaciones de emergencia social,
atender a las cuales debería ser su primera obligación.
Por el camino de la irresponsabilidad a la
insostenibilidad los ciudadanos van dejándose –gustosamente- jirones de libertad.
El estado que se responsabiliza de todo, que hace tabla rasa de todas las situaciones de desigualdad y de desgracia a
las cuales se deben enfrentar los ciudadanos se hace, de esta manera,
insustituible e indispensable para sobrevivir, lo que lleva a cierto
totalitarismo. En ese trayecto los ciudadanos ceden soberanía a cambio de
seguridad, mientras que la clase política gana legitimidad sin perder nada a
cambio, pues pagan con recursos de terceros: una sociedad con mala estrategia
de incentivos.