viernes, 27 de julio de 2012

Rigor y política


La cultura del esfuerzo debería ser de izquierdas”, es el titular entrecomillado de esta entrevista a Rafael Nadal -hermano del eterno líder del PSC, Joaquim Nadal y él mismo director de El Periódico de Catalunya- dando a entender que (ya) no lo es.

No siempre fue así. En la izquierda decimonónica el esfuerzo y el sacrificio eran imprescindibles para construir la nueva sociedad socialista que nadie iba a construir por ellos. Los viejos socialistas sabían que dos verdades no pueden ser contradictorias: que las personas tienen la obligación de velar por sí mismas, ganándose la vida con su trabajo para no ser una carga para el resto y que, para que esto sea posible, lo mejor es dedicarse a aquello que es de utilidad para los demás; lo social del socialismo, antes que el ismo lo desvirtuara todo.

Sin embargo, una vez que se ha conseguido una sociedad, si no socialista si socialdemócrata, esta ética del esfuerzo parece haberse abandonado. El nuevo socialismo es más hedonista, más atento a la expresividad que a la capacidad humana, dejando al estado la tarea de resolver todo lo referente a las necesidades de los individuos. Éste, tan sujeto de sus derechos, se siente liberado de responsabilizarse de su suerte y ahora es el conjunto de la sociedad la que se pregunta que puede hacer por él y no él que puede hacer por los demás.

¿Qué tipo de organización social tiende a producir una medida política concreta? Esa era la pregunta que, según Herbert Spencer se debería hacer todo gobernante antes de legislar. Hacer asumible colectivamente la irresponsabilidad individual socializando las pérdidas resultantes de la toma de decisiones erróneas no es solamente inmoral, sino que a la larga es insostenible para ese mismo estado, que no puede con la carga que genera esa rutina multiplicada por el conjunto de la población. Después del Prestige muchos afirmaban que las políticas neoliberales habían debilitado tanto la administración que ésta no podía responder cuando se presentaba una situación crítica. Por el contrario, creo que el problema no era de delgadez, sino de obesidad: el estado ha crecido de tal manera, abarca tantas cosas, que se ha quedado sin cintura para responder con agilidad en situaciones de emergencia social, atender a las cuales debería ser su primera obligación.

Por el camino de la irresponsabilidad a la insostenibilidad los ciudadanos van dejándose –gustosamente- jirones de libertad. El estado que se responsabiliza de todo, que hace tabla rasa de todas las situaciones de desigualdad y de desgracia a las cuales se deben enfrentar los ciudadanos se hace, de esta manera, insustituible e indispensable para sobrevivir, lo que lleva a cierto totalitarismo. En ese trayecto los ciudadanos ceden soberanía a cambio de seguridad, mientras que la clase política gana legitimidad sin perder nada a cambio, pues pagan con recursos de terceros: una sociedad con mala estrategia de incentivos.

Ningún socialista democrático aceptará que su ideología favorece el totalitarismo, fijándose más en la voluntad que los resultados, pero esa fe en los estados fuertes para hacer el bien es la coartada para toda dictadura, que nunca aspira a hacer el mal que efectivamente ejerce. Al poder no le cabe la presunción de inocencia que Hayek otorgaba a la libertad, según la cual se aceptaba que, a la postre, su acción siempre liberaría más energía para el bien que para el mal. Con el poder la ingenuidad es un delito y su concentración no puede confiarse a la bondad humana: nunca son las personas las que fallan, sino los sistemas que no han sabido prever mecanismos para salvaguardarse del fallo humano.