miércoles, 30 de diciembre de 2009

Minaretes y minorías


Suiza prohíbe por mayoría la construcción de minaretes

Ahora que estamos en plena resaca de cava y turrones parece que nos llegará, con el nuevo año, el ressopó de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el Estatut de Catalunya. Desconozco si el texto se ajusta a la constitución o no, pero valdría la pena –un esfuerzo intencionadamente inútil, claro- resaltar que, en un país donde los derechos individuales ya están protegidos por un texto constitucional, la discusión sobre un estatuto debería ser más técnica que simbólica: al final lo que está en juego es qué élite política –local o estatal- gestiona derechos y servicios ya adquiridos, y los criterios deberían responder a conceptos como eficacia y eficiencia más que a los identitarios. Que los políticos se tomen tan en serio su trabajo (su cuota de poder) y nosotros tan en serio nuestro hecho diferencial hace que el debate estatutario recuerde en cierta medida a otros, como el que contrapone república y monarquía, en la actualidad secundario si no insustancial, pero cargado de significados históricos difíciles de gestionar desde la pura racionalidad.

De todos los argumentos utilizados en el debate hay uno que me ha llamado la atención. Aquél según el cual un texto aprobado en referéndum por la mayoría de los catalanes no puede ser impugnado por los 12 hombres justos (o sin piedad) que componen el Tribunal Constitucional. Esta defensa del principio democrático sobre el principio constitucional cuestiona la esencia de la democracia liberal, esa que acepta la voluntad de las mayorías como mecanismo para deliberar sobre la mejor manera de gestionar los asuntos públicos con la única limitación de salvaguardar los derechos de las minorías mediante elementos garantistas, como son las constituciones. En una realidad como la nuestra, donde las dictaduras políticas están desterradas, la salvaguarda de las libertades individuales se juega en los límites de las voluntades generales democráticas. El caso suizo del referéndum que prohibirá la construcción de minaretes viene a ilustrar, por contraste, el peligro de los sistemas políticos en los cuales la voluntad de las mayorías no está supeditada al respeto de las minorías, en este caso musulmana, a la cual se le recomienda la invisibilidad pública como la mejor manera de integración. Una decisión sobre un colectivo, pero que tendrá su correlato sobre los derechos individuales de cada uno de sus miembros, única condición exigible a los mal llamados derechos colectivos para serlos plenamente.

Paradojas de sentirse minoría: seguramente son los catalanes que temen la respuesta de los 12 hombres sin piedad a su voluntad general los que mejor entienden a los suizos musulmanes que desearían tener a esos 12 hombres justos para responder a la voluntad general de la mayoría de sus compatriotas.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El orden es cosa de dos




El estado nos vigila por nuestro bien; hace ya mucho tiempo que el “interés general” confunde la salvaguarda de los intereses del poder y de los individuos, al menos de los que conformamos el cuerpo electoral. Fichar a ciudadanos cuyo único “delito” es manifestarse en prevención de hipotéticos atentados es marcar una traza sobre la biografía de las personas, una ventaja que es una trampa. ¿la seguridad nunca puede ser preventiva? Si. Los muy molestos controles implantados en los aeropuertos a raíz de los atentados del once de septiembre se justifican en términos de seguridad de los demás…pero sobretodo de los individuos que suben al avión. No controla a la persona, sino al viajero puntual; la traza acaba cuando se llega al lugar del destino.


Al otro lado también hay responsabilidades. ¿Cuales son los límites de la desobediencia civil? Nuestra ética individualista nos puede llevar a cuestionar una norma cuando ésta es contraria a nuestra idea del bien, aunque la institución que la sanciona sea legítima (democrática). Si este es el caso nuestra desobediencia debe ser digna (éticamente) y efectiva (políticamente): digna, en tanto debemos estar dispuestos a aceptar las consecuencias que la sociedad democrática impone a los que inflingen una ley, sin ventajismos y efectiva, en tanto sólo el ejemplo socrático servirá a nuestro propósito: no rehuir la justicia, sino cambiar una norma que entendemos injusta mediante la persuasión de la opinión pública respecto a la misma. Así, el buen desobediente, digno y efectivo, deberá arriesgar más que castigar, es decir, en su protesta se pondrá en peligro él antes que a cualquier otro, sus medios no caerán en contradicción con sus fines (no matará a médicos abortistas para defender el derecho a la vida) y deberá pensar más en estrategias sutiles que sumen a los tibios a su causa que en aquellas estridentes que sólo refuerzan a los ya convencidos.