miércoles, 28 de julio de 2010

Se acabó la fiesta


Hoy el Parlament de Catalunya ha votado a favor de abolir las corridas de toros. Hace un par de años escribí un artículo sobre la declaración de ciudad antitaurina de Barcelona que fue el comienzo del proceso que ha llevado a su prohibición. Lo reproduzco aquí en su integridad, pues hoy sí, se acabó la fiesta.


Tarde de toros en Barcelona. Los que hace unas semanas se acercaban a la plaza Monumental de Barcelona lo hacían con un discreto sentido de afirmación colectiva, si no de tímida desobediencia civil, tras la proclamación de ciudad antitaurina por parte de nuestras autoridades municipales. Transformar en sospechosos a las pacíficas personas que llegaban a la plaza es una de las sorpresas a las que nos podemos ver sometidos los ciudadanos gracias a la vigilancia constante de las autoridades por nuestro bien, el cual nos obstinamos en ignorar. Fruto de la mejora de nuestras condiciones de vida, nuestros representantes pueden ampliar sus ámbitos de actuación a la hora de protegernos de nosotros mismos, de manera que también se alcance a reglamentar aquello que nos debe gustar hacer en nuestro tiempo libre. Y esta claro que a las autoridades no les gusta que vayamos a la Monumental.

Hace seis meses el Ayuntamiento de Barcelona, con el voto favorable de IC, ERC i CiU y de algunos concejales del PSC, aprobó una declaración de ciudad antitaurina propuesta por las asociaciones protectoras de animales. Se trata de un acto sin consecuencias legales pero que ha servido para que la Generalitat de Catalunya -que sí es competente para legislar- haya propuesto una comisión para tratar el futuro de los toros en la comunidad autónoma. Un futuro que, a juzgar por la experiencia de la ley de protección de los animales aprobada en 2003, puede ser bastante oscuro. En esta ley, realizada a espaldas de las entidades taurinas, se prohíbe la entrada a las plazas de los menores de 14 años, seguramente con el propósito de evitar la exposición a una violencia que podría generar otras, en la enésima reedición de un argumento profusamente utilizado con los medios de comunicación y que nunca se ha comprobado, pero que permite a los legisladores emular al Platón de La República y definir una pedagogía de estado para nuestros niños, libres al fin de la negativa influencia de poetas y toreros. Dado que los toros en Barcelona subsisten en gran medida gracias al turismo, esta ley puede suponer un golpe mortal a la pervivencia de las plazas catalanas y una fuente constante de acoso por parte de las autoridades locales, como se ha podido comprobar este verano con la amenaza de cierre de la plaza de Tarragona por la presencia de menores en una corrida. Conviene aclarar a los lectores que los niños estaban en la plaza en calidad de espectadores y no para ser lidiados, ya que la virulencia con la cual se aplicó el ayuntamiento en este tema podría haber creado algún equívoco.


Es por ello que los toros han vuelto a llenar páginas y páginas de los diarios catalanes con infinidad de artículos justificando la actuación de las autoridades y unos pocos que a lo sumo practicaban con la fiesta lo que lo que podríamos definir como negligencia benigna. Es curioso que en el argumentario de unos y otros casi no aparezca lo que me parece esencial: la libertad de las personas a dedicar su tiempo libre a aquello que más le apetezca sin que los políticos intervengan, siempre y cuando no se coarte la libertad de terceros e independientemente de la opinión que sobre ello tengan los demás. La utilización del poder político para coartar esa libertad en el ámbito de lo cultural es, quizás, una manifestación menor de autoritarismo, pero no menos irritante.


Los argumentos de los anti-taurinos suelen basarse en tres ideas: los derechos de los animales, el origen foráneo –no catalán- de la fiesta y la existencia de una opinión pública mayoritariamente en contra. Respecto a la existencia de unos supuestos derechos de los animales -esos terceros cuyos daños justificarían su prohibición- ya se ha repetido convenientemente que los animales, al no ser sujetos de obligaciones tampoco lo pueden ser de derechos. Es cierto que el final natural de una corrida es la muerte de un animal, pero una muerte que mientras seamos una sociedad carnívora no debería producirnos mayores conflictos morales para los que, como yo, somos incapaces de matar para alimentarnos, pero que agradecemos enormemente que otras personas menos escrupulosas lo hagan por nosotros para poder gozar de un delicioso bistec a la plancha. Se podría objetar que lo criticable no es la muerte, sino el hecho de divertirse con el sufrimiento del animal, pero estaríamos entonces en el ámbito de lo estético más que lo moral, no susceptible, pues, de sanción. Subyacería aquí la idea de compasión con el dolor ajeno, un sentimiento que dignifica a las personas que lo practican, pero que no hace más digno al animal que es objeto del mismo. Lo que no se puede negar es que la de los toros es una tradición violenta y es muy comprensible que a muchos le repugne según los signos de un tiempo que ha hecho de la vida un valor absoluto. Pero no es menos cierto que se trata de una violencia mediatizada por la cultura y una tradición que, si bien no lo justifica todo, sí que permite gozar estéticamente de la crueldad civilizada con la seguridad de estar ante personas perfectamente pacíficas y sensibles en su vida cotidiana.


Existe otro argumento que no suele explicitarse porque no es políticamente correcto en nuestras sociedades multiculturales, pero que está latente en la intención de muchos. Es el propio del esencialismo cultural según el cual se trata de una tradición ajena a la cultura catalana –es decir, sancionable- y propia del españolismo más rancio, a pesar de la muy documentada tradición taurina de Catalunya. Como respuesta la plaza barcelonesa ha llevado a cabo una profunda normalización, rotulando en catalán y reduciendo la presencia de símbolos de España a la inevitable tienda de recuerdos para turistas, con todas las versiones imaginables del toro de Osborne. Pero imaginemos que sí, que fuera una fiesta españolista, una fiesta ajena a las tradiciones catalanas. ¿Sería éste un motivo para prohibirla? ¿Debería prohibirse otras manifestaciones culturales con un arraigo claramente menor, como el hip-hop, el jazz o el polo? Se hace cada vez más necesario reivindicar la idea de tolerancia, no como ahora se define, es decir como negación de las diferencias y que lo convierte en un concepto banal, sino como el reconocimiento de la necesidad de convivir con lo que no nos gusta –sobre todo con lo que no nos gusta- y de diferenciar entre aquello que no compartimos y aquello que se debe prohibir.


Finalmente el argumento de autoridad de la cantidad. Tanta gente no puede equivocarse, dicen los partidarios de la dictadura de las mayorías; pero hace mucho que la opinión de la mayoría dejó de ser sinónimo de voluntad general. Así se incentivan las carreras de recogida de firmas, como si las doscientas cuarenta mil que acompañaban a la demanda de declaración antitaurina presentada ante el Ayuntamiento por las protectoras de animales valieran más que la libertad a utilizar su tiempo como quiera de uno, dos o tres individuos que pagan por ver una corrida de toros -uno de los espectáculos, por cierto, menos subvencionados. La actual situación de los aficionados en Cataluña reedita la histórica lucha entre dos concepciones de la democracia, aquella en la cual la opinión de la mayoría puede imponerse sobre la minoría con la ayuda del poder coercitivo del estado y aquella otra concepción que hace hincapié sobre la necesidad de limitar el poder y las parcelas en las cuales el estado debe interferir, en favor de la libertad y los derechos de las minorías.


Es pues la libertad –si se quiere en minúscula, pero libertad al fin- lo que está en juego una vez más. Esta vez en una plaza de toros repleta de turistas, anacrónica fiesta de la hipérbole, donde todo es “fantástico” o “fabuloso” -incluso la alopecia de Rafael Gómez “el divino calvo”- y donde todavía triunfan el tergal y los relojes digitales en unos aficionados entrados en años y que seguirán asistiendo los domingos a los toros si su cuerpo, los tiempos y la autoridad competente dan su permiso.

jueves, 15 de julio de 2010

España, los chinos y su deshumanizada proximidad


La selección ganaba el mundial a pocas horas de la manifestación iniciática del soberanismo catalán. Tantas emociones contrapuestas en el interior tenían que salir de alguna manera, y salieron por ventanas y balcones. Barcelona vive desde entonces una guerra de banderas donde las senyeres y las rojas se dan réplica de calle en calle por primera vez en democracia. La senyera tenía hasta ahora el monopolio ante cualquier alegría o agravio; la bandera española sólo ahora, y por motivos deportivos, ha salido… ¿del armario? Pues no. El arsenal está en un país de oriente, aunque muy próximo.

Si uno quería adquirir una senyera en cierta mediana ciudad catalana no tenía más que ir a alguna de las mercerías de la Rambla y allí estaba, expuesta en el escaparate como si fuera un certificado de calidad. Si uno quería adquirir una bandera española en la misma mercería imagino que también podría hacerlo, aunque tendría la misma sensación que pidiendo un preservativo en una farmacia regentada por un numerario del Opus en los ochenta. Cosa del habitus. Ahora no. Las rojigualdas ondean en los modestos esparates de los comercios chinos normalizando su existencia hasta hacerla comprable, una condición a la que ha ayudado mucho su constitucionalidad –ya no se ven banderas preconstitucionales-, pero también su desvergonzada presencia a la vuelta de cada esquina.

Y esto es así porque el chino es un comerciante puro, deshumanizado, en el sentido que sus acciones están solamente movidas por lo que los posibles compradores pueden demandar en un momento dado, sin otro cálculo que el económico. Es un comercio de proximidad, pero tan descontextualizado como una gran superficie; Un Corte Inglés en cada calle para economías desforestadas como la mía, sin rastro de brotes verdes. La dialéctica de la proximidad siempre resalta su valor humano frente a la despersonalización de lo global, pero cuando la identidad no se ajusta a la “horma” social, sólo en el anonimato del distanciamiento encontramos los mínimos resquicios de libertad para buscarnos o perdernos. Cuando el calor de la costumbre de la tribu amenaza con abrasarnos se agradece el glacial contacto de la ley del Tribunal, su frialdá.