viernes, 30 de noviembre de 2012

¿Y ahora qué? (II)


Se ha salvado la bola de partido, pero seguimos jugándonos el futuro en la muerte súbita. Este símil tenístico describe la sensación que muchos tenemos a pocos días del proceso electoral catalán. Se ha ganado tiempo, pero sólo el que precise el boxeador aturdido en recuperarse del golpe que los catalanes le infringieron la noche del domingo. Sin embargo, y más allá del fracaso personal de Artur Mas, se ha evidenciado con claridad el mar de fondo que agita a la sociedad catalana: desde el domingo tenemos el Parlament más soberanista de la historia reciente, con una extrema izquierda independentista, una izquierda independentista, una derecha independentista y IC que, a pesar de los años, todavía se define a partir de conceptos tan propios como el de compañeros de viaje, ahora del independentismo. Con 87 de 135 escaños no hay retórica posible.

Frente a la marea soberanista se ha evidenciado el poco pulso de los partidos constitucionalistas, que ahora ya ni siquiera pueden apelar a la coartada del voto "español" que se abstiene en las elecciones autonómicas: con una participación de casi el 70% a la promesa de la "Cataluña silenciada" le queda muy poco recorrido. El Partido Popular parece incapaz de superar su techo de cristal, que le imposibilita ser una alternativa de poder en Catalunya. Capítulo aparte merece un PSC perdido en su laberinto. Los socialistas se presentaron a las elecciones con un programa nacional que, en el mejor de los casos, cabe imputar a la necesidad de improvisar un vestido para el federalismo, su eterno rey desnudo. Aunque cabría ponerse en lo peor y que, efectivamente, el federalismo sea eso que su programa electoral pone negro sobre blanco: no el modelo alemán al que aluden sino el confederal suizo, donde el poder estatal apenas sí tendría relevancia política. Parece que los socialistas sólo han encontrado una solución para no tener que asumir el trauma de separarse de España: pedirle que se disuelva pacíficamente…al menos, CiU acepta la existencia de España aunque sin que Catalunya forme parte. Más allá de la opinión que nos merezca el modelo suizo, creer que éste es transferible a una de las naciones-estado más antiguas de Europa revela hasta qué punto cierta izquierda no ha aprendido nada del fracaso de la Segunda República: que quien asuma el poder debe gobernar el país real y no el imaginario que gustaría gobernar. La virtud de origen del PSC (ser puente entre los nuevos y los viejos catalanes), reconocida como tal por los catalanes de tota la vida -eso sí, siempre que se conformaran con no disputarles nunca el poder- se ha convertido en un problema estructural que, como tal, parece necesitar más una refundación que una simple reforma. Con la ambigüedad ya no suma, sino que resta y deberá optar por definirse por su minoría catalanista o por ser realmente el representante del PSOE en Catalunya, si no quiere seguir siendo más laminado por un potenciado Ciutadans que ahora le puede pelear el cinturón rojo de Barcelona con garantías de éxito.

¿Y ahora qué? Primero no errar el diagnóstico: en contra de cierta interpretación bien intencionada, el problema catalán no son sus políticos, sino una sociedad ensimismada que ha asumido los mitos del nacionalismo como un presupuesto. Y sin embargo, esta no es una realidad irreversible sino histórica: al fin, nada tiene que ver la Catalunya forjada por treinta años de nacionalismo con la de la transición. Todo constructo puede ser deconstruido.

Pero para que esto sea así se deben tomar decisiones reales, es decir, audaces…hay que estar dispuesto a pelear hasta el último punto.

Primero, ganarse el respeto. Catalunya hace mucho tiempo que le ha perdido el respeto a una España que ha dejado de ser una realidad –lo que se resiste y por ello conforma- en la comunidad autónoma. Y, como sabemos desde Hobbes y Maquiavelo, todo respeto en las relaciones de poder tiene su origen en la capacidad de generar temor, algo que las élites nacionalistas no han sentido jamás, confiadas en poder recorrer su camino como un proceso de decantación hacia el estado-nación, como una ley física sin marcha atrás. España debe comenzar a cuestionar cosas, maneras de hacer en educación, justicia, etc.,  aún a riesgo de ser antipática. No es al cariño a lo que ahora debe aspirar España sino al respeto, pues no sólo es imposible querer a lo que no se respeta, sino que el aprecio sólo surgirá del uso magnánimo y benevolente del poder que ejerza el todo respecto a la parte.

Para ello es indispensable el acuerdo de los dos grandes partidos políticos, un acuerdo entre el PP y el PSOE que cambie algunas de las reglas de juego existentes en nuestro sistema. Primero un cambio en la ley electoral que limite el poder negociador de los nacionalistas para apoyar gobiernos a cambio de partidas presupuestarias. CiU y el PNV siempre se han quejado de que sus aportaciones a la gobernabilidad de España nunca se han valorado. El problema es que esas aportaciones a la gobernabilidad no han sido a favor del país, sino a favor de la partitocracia española, siendo así un mero chantaje para la ciudadanía. Por otra parte el PSOE, que siempre se ha sentido más próximo a los nacionalistas para gobernar (aunque también el PP lo ha hecho), puede ser ahora más sensible a un pacto de estado al ver peligrar uno de sus tradicionales caladeros de votos por la estrategia soberanista. ¿Que los nacionalistas se echarán al monte? Parece que ya lo han hecho, y ha sido la dejadez del estado y no su resistencia el que lo ha propiciado. Pero en paralelo, y como ya apunté en otro artículo, se debe replantear el café para todos para volver al punto de partida: una descentralización administrativa para el conjunto del país compatible con una autonomía legislativa para las comunidades históricas: País Vasco, Catalunya y Galicia. De esta manera se encauzará el hecho diferencial al espacio de lo simbólico, que es su espacio natural y no al de las reivindicaciones económicas como ha pasado en estos años, generando una carrera sin fin que, truncada por la crisis, ha agotado el modelo.

Justamente, esta asimetría en lo simbólico sería complementaria a la igualdad económica a partir de un reparto basado estrictamente en la población, es decir, en que todos tengan acceso a los mismos servicios públicos independientemente de dónde vivan. Cualquier poder político debe aspirar a tratar de manera igualitaria a todos los miembros de una unidad política, y una visión liberal o socialdemócrata no tienen porqué diferir en esto, aunque sí lo hagan en el volumen total de recursos que ese poder político gestiona. Por contra, el PSC (¡e incluso el PP catalán!) reivindica el criterio de ordinariedad a la hora de hacer el reparto de los ingresos autonómicos sin percatarse de la fragante contradicción de esta postura con su razón de ser, pues ¿Por qué si unos ciudadanos tienen más derechos que otros por su origen territorial no se habría de aceptar también la desigualdad por su origen económico? ¿No son ambas cosas igualmente azarosas? Otra cosa son las inversiones, donde el debate debe situarse entre profundizar en la desigualdad reforzando los polos de desarrollo ya existentes y confiando en que los beneficios se socializarán al conjunto o bien apostar por una redistribución intentando generar dinamismo allí donde no lo hay, aún a costa de eficacia. Una discusión que, dicho sea de paso, es válida para todos los niveles administrativos, pues tan fantasma es un aeropuerto en Ciudad Real como en Lleida.

Es hora de aprovechar un tiempo que no deja de ser una prorroga. Es hora de replantear el modelo autonómico y defenderlo sin complejos sin esperar a que una hipotética mejora de la situación económica nos ahorre tomar las decisiones necesarias para superar nuestra crisis política. 

viernes, 19 de octubre de 2012

Estado o nación


Ahora que tanto se habla del currículo de los escolares propongo que se obligue a los jóvenes a leer La democracia en América de Tocqueville (aquí resumen). Ya sé que con ello ni catalanizaríamos ni españolizaríamos, pero qué extraordinarias dinámicas de grupo generaría su lucidez y la casi increíble actualidad de sus análisis. En su lectura admiramos lo fecundo que podría ser viajar (si el turismo no lo ha hubiera banalizado) y la potencia de un distanciamiento que, en el caso de este noble francés observando una sociedad democrática que amenazaba con arrasar inexorablemente su mundo llega a lo sublime, en el sentido que le daba Kant a este concepto: "Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de si desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. (...) llamamos gustosos sublimes a esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario". La destrucción creativa de la democracia.

Dado que para captar lo sublime de una fuerza se requiere no sentirse amenazado por la misma dudo que la realidad catalana me genere ese sentimiento. Más bien genera vértigo. Pero, dando un rodeo, hay en La democracia en América algunas frases que podemos leer en clave catalana: en las naciones pequeñas, un poder dictatorial es totalitario, pues no pudiendo llegar a la gloria, el poder se dedica a entrometerse en todo lo referente a los súbditos, por ello el ansia de libertad se ha dado más en las naciones pequeñas”. ¿Es siempre lo pequeño (más) bonito? La proximidad siempre resalta su valor humano frente a la despersonalización de lo global, pero a veces sólo en el anonimato del distanciamiento encontramos los mínimos resquicios de libertad para buscarnos o perdernos. Por contra, una buena prueba de la bondad de una causa colectiva está en observar si tiene un correlato individual. La lucha por la defensa de una lengua está totalmente justificada en tanto haya una persona a la cual no se le permite su utilización sin sufrir algún tipo de coacción: ¿Será más libre un individuo catalán cuando la causa colectiva de la consecución de un estado triunfe? No parece. Si Catalunya llegara a ser un estado-nación, esa tendencia casi enfermiza al ensimismamiento que conllevamos desde hace tiempo, ¿se aminoraría al poder abandonar su posición defensiva o, por el contrario, se acrecentaría al no tener ninguna traba en su expresión? A saber. Lo que sí es seguro que equiparar nación (cultural) y estado (político) supondría una merma en la complejidad social que, si bien genera confusión es también la base de las sociedades modernas, aquellas que avanzan mejor en el caos que obliga a autorregularse que en el orden estático y uniforme.

A lo largo de treinta años el nacionalismo catalán ha utilizado su cuota de estado (poder) para afianzar su nación (cultura) mediante la negación de la complejidad social. Así, para los actuales catalanes ha llegado a ser casi incompatible identificarse como españoles y catalanes a la vez, una incompatibilidad que, sin embargo, no se observaba en los escritos de los mejores pensadores y escritores catalanes del pasado.  El ideal de la ingeniería social que busca la incompatibilidad de identidades es la sustitución, lo que en una primera fase generará necesariamente duplicidades. Así Catalunya ha vivido un proceso caracterizado por una inflación generalizada a casi todos los ámbitos: si ya existía una emisora de música clásica en español era preciso otra en catalán, aunque la oferta ya cubriera la demanda existente. El idioma es el centro de la batalla por la sustitución. La lógica nacionalista entiende, con razón o sin ella, que catalán y castellano no pueden convivir en un mismo territorio y que, a una lengua vernácula (el catalán) sólo le debe acompañar una lengua franca (el inglés). Ahora que tanto ruido ha producido la voluntad de españolizar la escuela catalana del ministro Wert hay que recordar el estribillo tantas veces leído en las pancartas colgadas en las escuelas catalanas: “una escola catalana, pública i de qualitat”. Tres adjetivos que requieren de un contrario: una escuela mediocre, privada y…española. 

Esa lógica de la sustitución sólo culminará, necesariamente, con la sustitución del estado. Es el punto final de todo nacionalismo y al cual parece que hemos llegado en un proceso caracterizado por su irreversibilidad al constatar los nacionalistas que cualquier posición ganada al estado no se podía perder.  

viernes, 28 de septiembre de 2012

El PSC en la encrucijada


El PSC, tan ausente, volverá a ser crucial en las próximas elecciones catalanas. Llegará sin liderazgo, dividido, con un mensaje –el federalismo- que nadie entiende y con muchas cuentas pendientes pues -y aunque la gran responsabilidad de la situación que vivimos es de CiU- el paso de los socialistas por el govern precipitó de manera quizás irreversible lo que años de nacionalismo habían incubado.

El problema nacional del PSC es que nunca ha sabido qué quería ser de mayor. La ambigüedad, soportable en la oposición, se mostró fatal cuando se llegó a la mayoría de edad que implica el gobernar, y más si ese tránsito se realiza con según qué compañías. La presencia de ERC en el tripartito, un partido maduro y con un buen estratega al frente –no tengo ninguna duda de que Carod-Rovira, ahora olvidado, será reivindicado en un futuro como un gran hacedor del estat català- fortaleció la confrontación entre poderes y pueblos. El acuerdo de gobierno de aquél primer tripartito, el “Pacto del Tinell”, incorporaba por primera vez el veto a un partido democrático para desgastar al gobierno de Aznar. Paradójicamente, esta decisión sí que significaba anteponer los intereses del partido (PSOE) a los del país, ese viejo reproche de los nacionalistas que, sin embargo, tanto aplaudieron ese planteamiento. 

Otro de los puntos del Pacto del Tinell fue la negociación de un nuevo Estatuto para Catalunya. Un Estatuto que no pedían los nacionalistas, pero que Maragall ideó para afianzar su liderazgo. Por el camino el gobierno de España cambió de manos y lo que debía ser un espolón contra el Partido Popular se convirtió en un caballo de Troya para el propio PSC, por dónde se coló CiU. 

La nefasta gestión del Estatuto por parte de los socialistas es el detonante de la actual explosión nacionalista. Lo peor es que la responsabilidad del PSC no es fruto de la convicción, sino de la incompetencia. La incompetencia del president Maragall para mantener bajo control el proceso y del presidente Zapatero, que quizás no contaba con la del primero cuando proclamó “aceptar lo que apruebe el parlamento catalán”. La dejadez de Maragall y la táctica de huida hacia adelante que practicaba sistemáticamente Zapatero coincidieron fatalmente.

Para desgracia del PSC –y de todos- a veces los liderazgos se cruzan. Muñir un acuerdo como el del estatuto precisaba de discreción y trabajo en la sombra, mientras que su venta y explicación precisaban de liderazgo y capacidad pedagógica. El más dotado para lo primero (el retraído Montilla) tuvo que hacer lo segundo, y el más dotado para lo segundo (el expansivo Maragall) tuvo que hacer lo primero.

Maragall es un perfecto ejemplar de la gauche divine que, si no fuera por el irresistible atractivo de un país abocado a una transición de la dictadura a la democracia, se hubiera dedicado a cuestiones quizás más ligadas a la cultura y el saber vivir. No fue así, pero mantuvo su espíritu, más lúdico que moralista, en su periplo político. Ese espíritu lúdico es lo que le llevaba a aburrirse soberanamente con el día a día de la administración y, a la vez o quizás por ello, imaginar estallidos de diversión colectiva. A veces, cuando ese espíritu conectaba con el de la ciudadanía los resultados eran magníficos (juegos olímpicos) y cuando no, simplemente costosos (Forum 2004) o decididamente catastróficos, como lo fue la gestión del estatuto. Por el contrario, Montilla, que se aupó al poder refrendado por su capacidad de acallar el guirigay del partido socialista gestionando sus silencios, se quedó sin voz una vez tuvo que liderar a la sociedad en una coyuntura especialmente difícil.

La consulta a la ciudadanía catalana para refrendar un estatuto sobre el cual pesaban grandes dudas respecto a su constitucionalidad fue la última de las equivocaciones del PSC (o jugada maestra de ERC). Una equivocación que se consumó tras un fallo del Tribunal Constitucional que necesariamente los catalanes iban a sentir como un agravio a su voluntad. En los países anglosajones, de una cultura política refinada por una tradición democrática de siglos, se entiende que ese sistema requiere tanto de la aceptación de la voluntad de la mayoría para gobernar como de la existencia de mecanismos de control constitucionales para delimitar esa voluntad, sin los cuales las mayorías pueden tiranizar al resto de la sociedad. Por el contrario, en nuestra sociedad, cualquier cortapisa a la voluntad popular expresada en las urnas se entiende como un golpe de estado.

¿Por qué no se esperó a tener la certeza sobre la legalidad del estatuto para realizar esa consulta? ¿Por qué se obligó al Tribunal Constitucional a solucionar un problema que debería haberse resuelto desde la política? Quizás los socialistas abdicaron de su responsabilidad en la creencia de que haciendo el problema más grande se evitarían las tentaciones de corregirlo; too big to fail, una doctrina que recientemente se ha aplicado a la crisis bancaria con los resultados por todos conocidos.


…y el abismo está a dos meses

Pero la historia siempre les da a los socialistas una segunda oportunidad. De los resultados del PSC dependerá que el biorritmo de la política vuelva a sus inestables constantes o vivamos un febril proceso de huida a lo desconocido. Y esa responsabilidad le llega en el peor de los momentos, con un liderazgo sin consolidar y las eternas dudas sobre su identidad que, por lo que parece, seguirán siendo exorcizadas por el federalismo. Todos entienden lo que quieren los que defienden el estado autonómico, todos lo que defienden los independentistas pero, ¿alguien sabe lo que defienden los “federalistas”?, ¿Podrán los socialistas explicarlo en diez palabras que entienda un niño de diez años? Me temo que no, y sin embargo nunca fue tan necesario que un partido alcance su madurez.

En el escenario de las elecciones del 25 de noviembre, el voto independentista tendrá una amplia oferta ideológica: a la derecha CiU y a la izquierda ERC y IC, al cual su eterno voluntarismo adolescente lo convierten, de facto, en una fuerza independentista. Sin embargo, el voto que ya podríamos comenzar a denominar constitucionalista sólo tendrá a la derecha del PPC, al minoritario Ciutadans y… ¿al PSC a la izquierda? Si se quiere poner dique a la deriva nacionalista es imprescindible que esa parte de la sociedad catalana que sistemáticamente se abstiene en las elecciones autonómicas vaya a votar esta vez, y pueda hacerlo a su partido, el socialista, dado que bajo ninguna circunstancia votará al enemigo de clase popular. Para ello el PSC debe tener una única voz unitaria y de claro rechazo a la ruptura con el estado que representa Convergencia i Unió…y si además supieran de una vez explicar cual es su proyecto para hacer más atractiva a España mejor que mejor. De momento, eso de que “queremos que sea como Baviera” no creo que sea clarificador para el electorado socialista del área metropolitana de Barcelona. También será necesario articular un relato para el día después: ¿Qué va a hacer con sus votos? ¿Cómo piensa articular con el PSOE un cambio de marco institucional que sea atractivo para el conjunto de los catalanes?

En los próximos dos meses el PSC deberá reflexionar, pero también recorrer sin descanso las barriadas obreras de la circunvalación de Barcelona para movilizar a ese electorado reticente a votar en clave catalana y que vive su día a día en una realidad tan poco nacionalista que quizás siga esta vez sin darse por aludida. Ese partido, que lleva varias elecciones manteniéndose gracias al voto del miedo (a la derecha) deberá utilizar ese mismo recurso, pero haciendo del independentismo el nuevo espantajo. ¿Es legítimo utilizar esa arma? Si, si es en defensa propia como es el caso, pero no como un estilo de vida. Ahora toca recorrer las calles con esa bala en el revólver, pero al día siguiente toca reflexionar entre todos qué queremos ser de mayor. 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿Y ahora qué?


Los primeros análisis -todavía con el centro de Barcelona colapsado- de los medios catalanes sobre las repercusiones que tendrá la manifestación independentista de ayer en Barcelona se centraban en saber si marcaba un antes y un después, si se abría una nueva etapa política en Catalunya o si bien se trataba de un baño de masas circunstancial que el nacionalismo se habría dado para olvidar la magra situación real del país. ¿Estamos en el día 1 de una cuenta regresiva?

Para mi, lo de ayer sí marca un antes y un después. Si CiU, siendo el partido mayoritario, acepta la independencia como objetivo prioritario, éste también pasará a ser el de la mayoría de los catalanes (aunque tal hipótesis se debería refrendar en las urnas) lo que, de facto, abrirá un nuevo tiempo político en Catalunya. Por lo pronto, la manifestación de Barcelona marca el fin del independentismo utópico, del independentismo como sentimiento cuya explosión folklórica culminó ayer y la llegada a la fase de madurez de un independentismo, si no científico, al menos sí razonado que debe pasar a concretar y explicar lo que implica una secesión de España. El govern ha lanzado un órdago que no tiene marcha atrás, una dinámica que no podrá reconducirse con los tacticismos de antaño. Acertadamente o no, una parte muy importante de los catalanes ha asumido la explicación de España como enemigo externo, culpable del fracaso económico de una autonomía rescatada, lo que les permite soslayar las propias responsabilidades. Acertadamente o no, los catalanes asustados por la dimensión de la crisis sienten que tienen poco que perder y ya, desde Aristóteles, sabemos que cuando los pobres -los que nada temen porque nada tienen- son mayoría engendran revoluciones, en este caso nacionales toda vez que las clasistas están desacreditadas.

Convergència i Unió y el gobierno de la Generalitat deberá asumir ese estado de madurez de su discurso soberanista y empezar a concretar cómo se va a realizar esa transición y qué comporta ese proceso, y deberá hacerlo desde lo más genérico a lo más concreto.

Para empezar, aclarar el concepto de catalán: ¿Qué va a pasar con los catalanes que quieran seguir teniendo la nacionalidad española? ¿Serán extranjeros en su país? ¿Podrán votar? ¿Podrán acceder a la función pública? ¿Tendrán los mismos derechos que los nacionales catalanes? Nada de esto tienen los que, por definición, son extranjeros.

Siguiendo por aclarar la situación de Catalunya respecto al mundo. Por mucho que el eslogan de ayer hablara de un nou estat d’Europa la realidad es que según las normas comunitarias Catalunya, como estado independiente, dejaría de ser miembro de la Unión hasta una futura adhesión, cosa que España intentaría vetar. Además, y dado que casi todos los grandes estados europeos tienen tensiones territoriales similares, no es inverosímil que quisieran dar ejemplo a sus nacionalismos sobre cuerpo ajeno, lo que tampoco haría muy rápido el proceso de readmisión. Aunque a medio plazo Catalunya (que paradójicamente siempre ha sido la más europea de las españas) volviera a la Unión, no parece que pudiera evitarse unos años a la intemperie. El gobierno catalán tiene la obligación de explicar cómo se haría esa travesía en el desierto. Ni siquiera los indignados griegos han querido asumir el riesgo de salir de la moneda única ante el consenso que parece haber respecto al empobrecimiento radical que ello conllevaría para el país. Un empobrecimiento que en el caso catalán se agudizaría por la presumible fuga de capitales (a estas alturas hasta los de letras sabemos eso de que “los mercados huyen de la incertidumbre”) y el boicot que los productos catalanes podrían sufrir en su mercado natural, que es España. ¿Cree el govern que los catalanes estarán dispuestos a asumir ese coste? ¿Creen los catalanes realmente que no podemos estar peor?

Y así hasta lo más anecdótico: ¿Es viable un Barça cargado de estrellas mundiales jugando una liga catalana? ¿Por que los grandes equipos europeos querrían acoger a un rival tan temible en sus ligas?

Todas estas dificultades a las que se debería enfrentar el futuro estado catalán serían más llevaderas si España aceptara deportivamente la secesión, cosa que no parece probable.  A estas alturas de la vida todos sabemos por experiencia que no existen las rupturas amistosas,  que relaciones que quizás han durado pocos meses se saldan con enemistades que perduran durante años. ¿Cómo habría de ser diferente una ruptura después de 500 años de convivencia? Una separación que, además, comportará enfrentarse durante muchos años por el reparto de algo más que una casa o un coche. España, la despechada, no lo pondrá fácil. Además los incentivos serán antagónicos: Catalunya, rejuvenecida por su nueva libertad querrá demostrar que tantos años juntos fueron una pérdida de tiempo y que nunca debió sacrificar los mejores años de su vida a España. Mientras, España intentará demostrar que sin ella todo es ir a peor, que sin mí no eres nada.


Y España, ¿qué puede hacer?

Ese paso del sentimiento a la concreción que necesariamente deberá realizar el independentismo hará repensar su posición en un hipotético referéndum por la autodeterminación a muchos de los catalanes que ayer salieron a la calle. Sin duda. Pero la secesión como posibilidad ya sería viable y cuestión de tiempo que los números salieran, entre otras cosas porque la desconfianza entre Catalunya y España convertiría esa posibilidad en una profecía autocumplida: ¿Qué incentivos tendría el Estado para realizar inversiones como las realizadas en el AVE o el Aeropuerto del Prat en un territorio que, quizás de aquí a 10 años ya no pertenezca al país? La inversión del Estado en Catalunya sería cada vez menor y, consecuentemente, mayor la sensación de maltrato por parte de los catalanes.

Ahora bien, el miedo a lo desconocido que supone un proceso secesionista puede retrasar que una mayoría social vote por la independencia, pero nada perdurable se puede erigir sobre el miedo; no se puede consolidar una relación si existe la sensación de estar obligado a escoger entre lo malo y lo peor. Por ello, el reto que el soberanismo plantea a España no será superado desde el inmovilismo, por mucho que Rajoy, tan contrario como parece a aceptar que la realidad es compleja, haga el don Tancredo. El barullo es la condición natural de la realidad. Se quiera o no, España debe afrontar una crisis global de estado, una crisis que es económica, territorial, social y política a la vez…y afrontarla con un Charberlain y no un Churchill a la cabeza.

España debe mover ficha y rápido, debe coger la iniciativa y no esperar a verlas venir, debe seducir y no sólo asustar. Como dije hace poco, es urgente que los dos grandes partidos de ámbito nacional (PP y PSOE) asuman infringirse su propia Ley de Reforma Política y, como las cortes franquistas en su momento, proceder a un harakiri parcial. Quizás hace unos meses podrían pensar en salvaguardar su estructura de poder aún a consta de perjudicar al estado, pero ahora esto ya no vale: si no están dispuestos a sacrificarse para salvar al estado éste caerá, y con él ellos mismos.

ES URGENTE QUE LOS DOS GRANDES PARTIDOS REDEFINAN EL ACTUAL MODELO DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS hacia un modelo asimétrico, donde sólo Catalunya y el País vasco tengan potestad legislativa, y el resto del territorio una mera descentralización administrativa, porque el café para todos ha generado una hipertensión territorial que amenaza con destruirnos. Delegar poder legislativo no comportaría necesariamente asumir desigualdades entre los ciudadanos españoles; es más, probablemente desviaría el foco sobre reivindicaciones que no fueran puramente económicas. No parece tan difícil, basta (¡!) con que los dos partidos acepten sacrificar sus estructuras de poder territorial en aquellas regiones que han gobernado uno u otro de manera permanente. Dado el actual descrédito de la política no es previsible grandes manifestaciones de sus ciudadanos reivindicando parlamentarios propios, y más si el ahorro que ello conllevaría se reinvirtiera en mejores servicios públicos.  Además, esa medida tendría el beneplácito de los nacionalistas, que siempre han ansiado la diferencia. Ello no sólo significaría un ahorro económico sino que, todavía más importante, un cambio en las perversas dinámicas de ingobernabilidad que el modelo genera con el actual sistema de partidos.

Por el camino quizás hasta se podría apaciguar las ansias separatistas de los nacionalismos. Quizás no, pero en todo caso se ganaría algo de tiempo para que, si finalmente Catalunya y el País Vasco consiguieran la independencia España, como estado y cuerpo social, se dotara de una estructura suficientemente fuerte para afrontar con garantías los estragos económicos y sociales que necesariamente comportaría esa amputación, ese nuevo noventayocho

viernes, 27 de julio de 2012

Rigor y política


La cultura del esfuerzo debería ser de izquierdas”, es el titular entrecomillado de esta entrevista a Rafael Nadal -hermano del eterno líder del PSC, Joaquim Nadal y él mismo director de El Periódico de Catalunya- dando a entender que (ya) no lo es.

No siempre fue así. En la izquierda decimonónica el esfuerzo y el sacrificio eran imprescindibles para construir la nueva sociedad socialista que nadie iba a construir por ellos. Los viejos socialistas sabían que dos verdades no pueden ser contradictorias: que las personas tienen la obligación de velar por sí mismas, ganándose la vida con su trabajo para no ser una carga para el resto y que, para que esto sea posible, lo mejor es dedicarse a aquello que es de utilidad para los demás; lo social del socialismo, antes que el ismo lo desvirtuara todo.

Sin embargo, una vez que se ha conseguido una sociedad, si no socialista si socialdemócrata, esta ética del esfuerzo parece haberse abandonado. El nuevo socialismo es más hedonista, más atento a la expresividad que a la capacidad humana, dejando al estado la tarea de resolver todo lo referente a las necesidades de los individuos. Éste, tan sujeto de sus derechos, se siente liberado de responsabilizarse de su suerte y ahora es el conjunto de la sociedad la que se pregunta que puede hacer por él y no él que puede hacer por los demás.

¿Qué tipo de organización social tiende a producir una medida política concreta? Esa era la pregunta que, según Herbert Spencer se debería hacer todo gobernante antes de legislar. Hacer asumible colectivamente la irresponsabilidad individual socializando las pérdidas resultantes de la toma de decisiones erróneas no es solamente inmoral, sino que a la larga es insostenible para ese mismo estado, que no puede con la carga que genera esa rutina multiplicada por el conjunto de la población. Después del Prestige muchos afirmaban que las políticas neoliberales habían debilitado tanto la administración que ésta no podía responder cuando se presentaba una situación crítica. Por el contrario, creo que el problema no era de delgadez, sino de obesidad: el estado ha crecido de tal manera, abarca tantas cosas, que se ha quedado sin cintura para responder con agilidad en situaciones de emergencia social, atender a las cuales debería ser su primera obligación.

Por el camino de la irresponsabilidad a la insostenibilidad los ciudadanos van dejándose –gustosamente- jirones de libertad. El estado que se responsabiliza de todo, que hace tabla rasa de todas las situaciones de desigualdad y de desgracia a las cuales se deben enfrentar los ciudadanos se hace, de esta manera, insustituible e indispensable para sobrevivir, lo que lleva a cierto totalitarismo. En ese trayecto los ciudadanos ceden soberanía a cambio de seguridad, mientras que la clase política gana legitimidad sin perder nada a cambio, pues pagan con recursos de terceros: una sociedad con mala estrategia de incentivos.

Ningún socialista democrático aceptará que su ideología favorece el totalitarismo, fijándose más en la voluntad que los resultados, pero esa fe en los estados fuertes para hacer el bien es la coartada para toda dictadura, que nunca aspira a hacer el mal que efectivamente ejerce. Al poder no le cabe la presunción de inocencia que Hayek otorgaba a la libertad, según la cual se aceptaba que, a la postre, su acción siempre liberaría más energía para el bien que para el mal. Con el poder la ingenuidad es un delito y su concentración no puede confiarse a la bondad humana: nunca son las personas las que fallan, sino los sistemas que no han sabido prever mecanismos para salvaguardarse del fallo humano.  

miércoles, 6 de junio de 2012

Una modesta propuesta para salvar España (II). La independencia de Catalunya

La final de la Copa del Rey pasó y, como apunta Quirós, más que hablar de las consecuencias deberíamos hablar de las causas. Hablemos pues de las causas, del debate sobre el estado autonómico que la crisis parece haber impuesto. 
Que el estado autonómico ha fracasado es un hecho. Para evaluar el éxito o el fracaso de una institución se debe partir de la finalidad con la que fue instaurada. Ésta no era la descentralización administrativa de un estado centralista e ineficaz, sino encontrar una solución, en democracia, al problema vasco y catalán, de manera que los nacionalismos se sintieran cómodos en otra España. Quizás el "café para todos" ahora tan denostado hubiera sido una buena solución para hacer compatible la cuadratura -militar- con el círculo centrífugo de los nacionalismos, pero no ha salido bien. Por otra parte, no podemos juzgar en absoluto a la Transición por este fracaso, pues su función era facilitar el paso de una dictadura a la democracia, no solucionar los problemas finiseculares de España. En perspectiva permitió conllevar el conflicto hasta ahora, cuando será una democracia consolidada quien deberá gestionar su evidente fracaso. 
Porque ha fracasado, y ello es evidente cuando tras 30 años de democracia, en los cuales la lengua catalana se ha institucionalizado y el gobierno autónomo gestiona competencias esenciales, hay más personas a favor de la independencia que al principio de este viaje. Esta es la pregunta esencial: ¿Cómo puede ser que sean más los catalanes que rechazan una España democrática después de 30 años de autogobierno que los que rechazaban una España dictatorial después de 40 años de franquismo? Responder a esta pregunta es un reto para  los que practican el voluntarismo en política, un territorio complejo que hay que transitar con la certeza de que muy pocas veces el camino más recto es el más corto.
En este rechazo a España tiene mucho que ver la política del agravio constante que ha gobernado Catalunya de manera casi incontestada y según la cual sólo desde la confrontación podría sobrevivir el país, la lengua...o la opción política nacionalista, que ha conseguido amalgamarlo todo. Pero también la incapacidad de las élites españolas que, acomplejadas, han sido incapaces de reconocer y hacer reconocible el atractivo de la propio. España no seduce.
Quizás ahora, que definitivamente todos han tomado conciencia de que se ha acabado el pastel, también se acabe el café para todos y ya, sin ruido de sables, los dos grandes partidos políticos accedan a inflingirse su propia Ley para la Reforma Política que termine con este estado autonómico simétrico en favor de otro asimétrico, donde la potestad legislativa -que es lo que hace efectivo el autogobierno- quede reservado para Catalunya y el País Vasco y el resto del territorio sea gobernado por un único gobierno eficiente. Así los nacionalismos tendrían lo que tanto ansían: el reconocimiento de la diferencia. Seguramente la sociedad está ya madura para esto. En vista de la formidable capacidad corrosiva de toda realidad que hasta hace poco parecía inamovible que tiene esta crisis, bastaría con preguntar a los ciudadanos su preferencia entre tener un Parlamento con sus correspondientes diputados o mantener servicios públicos que corren el riesgo de perderse. Los que posiblemente no estén dispuestos a ello todavía -y seguramente hasta que ya sea demasiado tarde- sean los propios partidos políticos mayoritarios que han gobernado sin apenas excepciones todas las Comunidades Autónomas excepto Catalunya y el País Vasco.
Soy consciente de que no deja de ser también un ingenuo ejercicio de voluntarismo político pensar que ello saciaría la ambición de los nacionalismos. En Catalunya, a los que vivimos cómodos en la idea de España nos acecha la melancolía ante un proceso secesionista que parece imparable: el soberanismo (que es como se define actualmente el independentismo) ocupa ya todos los resortes del poder, el político, el económico y el mediático de manera singular...con el beneplácito de los catalanes (melancolía). Es una sutil lluvia fina, insuficiente para evitar salir de casa, pero que te cala hasta los huesos antes del llegar al destino. Y es que cuando se escriba la crónica del camino hacia la independencia no se celebrarán tanto acciones heroicas como sutiles omisiones cómplices (como no podría ser de otra manera en un país que hace de una derrota su fiesta nacional). Los hitos serán decisiones como las del Ayuntamiento de Girona declarándose insumiso fiscal  o el Ayuntamiento de Ripoll declarando persona non grata al Rey de España. En ambos casos el mecanismo es el mismo: presentación de una propuesta por parte de partidos minoritarios y rupturistas que prosperan...por la abstención de los dos grandes partidos de gobierno, CiU y PSC, que parece que nada tienen que decir ante estos ataques simbólicos a los símbolos. Partidos sin Política, que han renunciado a toda voluntad pedagógica en su acción que emane de ciertos principios, puro tacticismo, un mal que es general en toda España pero que es en Catalunya donde ha llegado a su máxima expresión. Aquí no existe ningún dique para aquellos que, desde una posición minoritaria, quieren dirigir a la mayoría hacia la puerta de salida.
La realidad es que son cada vez más los catalanes que no se quieren como lo que son, por ahora españoles, y  han contagiado a buena parte de una izquierda española que se desprecia por serlo. Y si las personas no se quieren en lo que son no pueden movilizar lo mejor de sí mismos en una situación como la que ahora vivimos, no es posible evitar la decadencia y la descomposición del país en su conjunto. Para unos la ruina del Estado real hace más insoslayable la promesa de prosperidad de los estados posibles. Para otros, la desafección de la periferia es un lastre para España.
¿Recuerdan ustedes la escena de Master and Commander en la cual el Capitán Aubrey ha de escoger entre salvar el barco o intentar salvar al marinero caído entre los restos de un mástil que amenaza con llevarse al fondo del mar al Surprise? La tormenta de la crisis amenaza con poner en esa tesitura a Catalunya y España. Unos y otros se querrán ver reflejados en el Capitán Aubrey, pero esta diferencia no cambia lo esencial: la creencia de que ya no nos podemos salvar juntos, de que es mejor soltar amarras para que al menos alguien se salve...y confiar en que se está situado en el lado bueno del cabo. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Una modesta propuesta para salvar España

Las declaraciones de Esperanza Aguirre, abogando por celebrar el partido de la final de la Copa del Rey a puerta cerrada en previsión de ser utilizado por los nacionalistas como una demostración de censura a la figura del Jefe del Estado, ha levantado la habitual polémica que suele acompañar a esta mujer.
Las críticas han  ido de la postura bobalicona según la cual no se debe mezclar política y deporte -como si esa mezcla no fuera una de sus esencias- hasta aquella según la cual esa opción sería una censura a la libertad de expresión.
En España todo es política, y sentar el precedente de cancelar un partido por la posible expresión de desacuerdo con el modelo de estado acabaría hasta con la más modesta liga nacional de petanca, si la hubiera.
Por otro lado, me temo que el comportamiento reciente del Rey animaría a la bronca hasta a muchos de aquellos aficionados cuyos equipos llevan la corona en su escudo; bronca que, como todo se hereda, recibirá este viernes el Príncipe de manera vicaria. 
Creo que el partido se debe celebrar, creo que la afición debe rugir y que el Jefe del Estado debe estar presente y afrontar con dignidad lo que se tercie. 
Ahora bien, nada de esto tendría la menor repercusión si no se televisara para toda España y para medio mundo que, mucho me temo, podrá observar como los españoles se desprecian a sí mismos en la figura de sus instituciones. Tampoco faltarán perspicaces analistas que encontrarán paralelismos entre la grada española y la calle griega, tan transitadas y unívocas como antaño lo era la calle árabe
Al fin y al cabo, nada tiene de excepcional llenar un campo de fútbol con nacionalistas, independentistas, republicanos y cabreados que pasaran por allí. Lo que sí es excepcional es que la Televisión Pública del Estado sirva de caja de resonancia de aquellos que intentan debilitar a ese Estado. TVE, que tiene los derechos de retransmisión del partido, debería no emitir la señal hasta el comienzo del partido, malbaratando esa estrategia de desprestigio mediático. Esta es mi modesta propuesta para salvar España hasta la madrugada del sábado.
En ningún modo esto podría ser entendido como una censura a la libre expresión, pues se permitiría a los allí presentes expresar con total libertad al Rey su disconformidad con los recortes, el modelo de estado y la caza mayor. La libertad de expresión en un estado democrático no radica en la pluralidad interna de los medios, sino en la pluralidad de medios existentes en el conjunto del ecosistema de comunicación. Los medios del Estado deben ser, en la medida de lo posible, no partidistas, pero no pueden dejar de tomar partido por aquello que determina su existencia: el propio estado y, de igual manera que no se puede exigir a la Cope que investigue sobre los abusos sexuales de la Iglesia tampoco se le puede pedir a los medios estatales que trabajen en su propia disolución...siempre y cuando haya la suficiente libertad para que existan otros medios que sí lo puedan hacer.
El fútbol es, como decía Montalbán, una de los pocas cosas que vertebra a España. Una vez desaparecida la guerra como referente de la autenticidad humana es lo que nos queda para entender la realidad o, mejor aún, a veces la realidad se eleva hasta convertirse en una metáfora del fútbol.