lunes, 20 de junio de 2011

No me reconozco (II): pena de muerte



…pero sólo desde una visión religiosa (sólo Dios decide sobre la vida de los hombres) aborto y pena de muerte se asemejan. En uno se prejuzgaría a una víctima que no ha actuado, mientras que en la otra se juzga a un verdugo por sus actuaciones…y nada hay tan humano como la capacidad de juzgar.

Una de mis funciones cuando militaba en Amnistía Internacional era la de enfrentarme en debates escolares a adolescentes que mayoritariamente estaban a favor de la pena de muerte. Los profesores, generalmente progres, estaban desesperados y recorrían a nosotros en un último intento –fallido- de redimirlos. Así que me sé el argumentario perfectamente y, aunque no movería un dedo porque se implantara en España, no me reconozco cuando veo que la pena de muerte no me produce ya el asco intelectual de entonces. Será que padezco una regresión a la adolescencia, a su adolescencia, pues en la mía vivía el sueño dogmático que a veces añoramos los progres reconvertidos a liberales. Si eres de izquierdas tienes pocos incentivos para pensar, pues estás encantado de (re)conocerte en pensamientos tan agradables. Los conversos no paramos de darle vueltas a los argumentos, alarmados por pensar lo que llegamos a pensar.

La pena de muerte responde a un pensamiento simple que ha quedado sepultado bajo toneladas de argumentos jurídicos muy sofisticados hasta esquivar lo esencial: que la justicia tiene como primer objetivo resarcir a la víctima y sólo en segundo término salvaguardar a la sociedad. La venganza es un sentimiento legítimo que debe canalizarse mediante mecanismos más humanos que la ley del talión, pero que respondan a la misma intención. La equivalencia cuantificable económicamente, junto a la pena de cárcel para el culpable, es una manera racional de restituir y vengar a la victima en la mayoría de los delitos, especialmente cuando ésta tiene la posibilidad de restablecer su estado previo a la agresión. Pero, ¿qué hacer cuando la agresión es irreversible por la muerte, cuando no cabe equivalencia alguna? Que el agresor debe quedar a merced –una merced mediada por la justicia- de la víctima colectiva que constituyen los familiares de la víctima de la agresión hasta donde su legítima sed de venganza le dicte: puede otorgarle el perdón (y entonces será la sociedad la que dictara la pena en función de su preservación) o bien condenarlo a vivir una vida irreversiblemente marcada como las suyas mediante largas condenas en penales. Para los que hacemos de la libertad el valor social preponderante, la muerte civil que supone treinta años en una cárcel hace que la idea de la muerte física no sea tan monstruosa.

Más allá de la cuestión estrictamente jurídica, en mi argumentario de juventud tenían un gran peso las cuestiones sociales. Así, se equiparaban dos países como Estados Unidos y China cuando son casos completamente diferentes. En Estados Unidos la pena de muerte no es una prerrogativa del poder político como en China, sino una práctica enraizada en las creencias de los ciudadanos americanos que el poder político sólo sanciona con las correspondientes garantías jurídicas. Si los americanos no la apoyaran los políticos dejarían de firmar sentencias de muerte al instante. Otro de los argumentos sociales en contra de la pena capital era el alto porcentaje de personas pertenecientes a minorías étnicas entre los americanos condenados, pero esta constatación nada nos dice sobre su inocencia o culpabilidad, que es lo único que el sistema penal debe discernir, sino sobre una problemática social que deber ser objeto de la política y no de la justicia.

martes, 14 de junio de 2011

No me reconozco (I): Aborto




La nueva campaña de la organización e-cristians cuestiona el aborto por su impacto en el mantenimiento de las pensiones. Este razonamiento utilitarista en un ámbito eminentemente ético y moral sorprende…aunque imagino que los promotores creen que sólo así se puede llegar a convertir a los paganos (por lo de pagar, se entiende). Quizás no estén tan equivocados, pues como explica Carl Sagan en su famoso artículo, la prohibición del aborto a principios del siglo XX en Estados Unidos tuvo más que ver con las políticas demográficas destinadas a recuperar los anteriores índices de natalidad que con las creencias religiosas.

A mí, sin embargo, no me gustan los argumentos utilitaristas, ni siquiera cuando intentan justificar el capitalismo. El capitalismo es, básicamente, un orden –superior- moral. Leo esto y no me reconozco en lo que fui hace unos años, pero el primer mandato del librepensamiento es no escandalizarse…de uno mismo. Tampoco me reconozco cuando hablo del aborto y, aunque estoy a favor de la actual ley de plazos, la defiendo sin convicción, que es una manera triste de pensar. Por el camino he ido perdiendo alguna de mis cómodas convicciones, frases que se dictan para impactar en el debate público como escritas en el mármol que lapida el pensamiento. La primera es aquella según la cual es la mujer (y sólo ella) quien puede decidir sobre su propio cuerpo…cosa que no se discute, si pensáramos que el feto es, simplemente, una parte de su cuerpo. Pero no es así, y esto es generalmente aceptado en tanto no existe ninguna legislación, por muy avanzada que sea, que permita el aborto en los últimos meses de gestación. De facto, todos aceptamos que hay algo en el cuerpo de esa mujer que no le pertenece en absoluto, al menos no como para decidir sobre su vida y su muerte, de la misma manera que no se lo permitiríamos una vez nacida la criatura, aunque su vulnerabilidad no sea mucho menor. Es esto lo que justifica la intervención del estado en esta materia, en tanto una de sus funciones es evitar toda forma de coacción a terceros.

La ciencia, que tantas veces cuestiona las posiciones de la Iglesia es, en este caso, una inesperada aliada. Así, es difícil no reconocerse intuitivamente en esas ecografías cada vez más sofisticadas ni aceptar, en contra del criterio que establece Sagan en su artículo, que las técnicas cada vez más sorprendentes para hacer viable la supervivencia de prematuros son un argumento a favor de su condición humana.

Así las cosas, se debe aceptar que el criterio para determinar cuándo un ser vivo se convierte en ser humano (y como tal, sujeto del derecho a la vida) es necesariamente arbitrario. Sagan determina que el criterio debe coincidir con la aparición de una primera capacidad de pensamiento definida por la existencia de pautas regulares de la acción mental por ser lo específicamente humano, la cual se sitúa en esa consoladora (para los escépticos) frontera de los tres meses de gestación. Parece razonable, aunque a costa de aceptar que introducir elementos de arbitrariedad es en este caso especialmente trágico. Existen muchas convenciones que nacen de la arbitrariedad y que son asumidas de manera natural. Así, aceptamos que los jóvenes de diecisiete años no estén maduros para decidir el futuro de su país con su voto, aunque milagrosamente sí lo estén horas después de cumplir su mayoría de edad. Es una arbitrariedad que los menores aceptan sin demasiadas quejas porque lo que se le niega temporalmente es su participación política…y no su vida.



Sagan puede convencernos a nosotros, los escépticos en tránsito que somos conscientes del mundo que les espera a unos niños no deseados y que nos emboscamos en la falta de biografía y memoria específicamente humana de las víctimas, aunque moralmente no podamos engañarnos sobre la falta de consistencia de nuestra postura. Lo que no es posible es convencer a los partidarios de la certeza a la hora de jugarse la vida. No es posible convencerlos porque no estamos seguros que estén equivocados, y si no lo estuvieran nadie podría cuestionar sus planteamientos más maximalistas. No siempre hablando se puede entender la gente. No hay posible acuerdo entre aquellos que consideran a los tibios asesinos y aquellos que echan en cara defender la vida de los no nacidos, pero no cuestionarse, por ejemplo, la pena de muerte…pero ese es otro tema sobre el cual, con los años, tampoco me reconozco.