De todos los símiles que han utilizado los nacionalistas
para blanquear su cruzada contra el Estado (de derecho) el más sangrante ha
sido el de Rosa Parks y su asiento de blancos en un autobús sureño. En ese
gesto han encontrado inspiración nuestros gobernantes para apalancarse en el
asiento trasero de sus coches oficiales.
El gesto de Rosa Parks plantea el clásico
dilema socrático de si se debe acatar una ley, aunque sea injusta. Pero su
fuerza radica en cuestionar una ley que sancionaba una discriminación
individual. Solo las causas colectivas que nacen de la injusticia sufrida por
una persona son merecedoras de cambiar la sociedad. Y sin embargo, ¿Qué
discriminación sufrimos los catalanes? Dicen que no nos dejan votar, ¿Pero qué
español ha podido votar más que nosotros? ¿Qué derecho ahora inculcado tendría
el nuevo catalán cuando dejara de ser español? Ninguno, como es normal cuando
se vive en democracia bajo el gobierno de una constitución.
En Cataluña vivimos en un proceso de regresión
al puaj, qué aburrimiento adolescente
en que, cansados de paz y prosperidad, millones de ciudadanos acomodados están
dispuestos a sacrificar todo lo que tienen como si no tuvieran nada que perder
con tal de embriagarse con un poco de emoción colectivista.
¿Piensan que ese trago saldrá gratis? Sócrates
y Rosa Parks pagaron muy cara su justa desobediencia y honraron tanto su gesto
que no pensaron que se pudiera romper las reglas impunemente. Su sacrificio tenía
el valor que le otorgara la firmeza del poder al que se enfrentaron. Por el
contrario, el adolescente que subyace en el nacionalista se escandaliza porque
el Estado se defienda y no se limite a dispersarse pacíficamente ante su
presencia. Lo quiere todo y ahora, pero sin pagar. No respeta a lo que se le
opone y así pierde la oportunidad de honrar a su causa.