domingo, 27 de junio de 2010

Antiglobalización global



Susan George está promocionando en nuestro país su nuevo libro, en el que aboga por un ”keynesianismo verde” en contraposición a la economía de mercado, lo cual es muy coherente siendo presidenta de ATTAC y antes coordinar Greenpeace. Los enemigos del comercio, como explica Escohotado, han variado de registro a lo largo de la historia, desde la Iglesia hasta los movimientos marxistas, pero de todos, el más eficiente me parece cierta versión fundamentalista del ecologismo. Éste tiene una gran ventaja sobre las anteriores ideologías anticapitalistas: al no plantear una alternativa de sistema nunca se tendrá que enfrentar a la gestión de su propio fracaso, como tuvo que hacer el socialismo real. Nietzsche, en La genealogía de la moral, habla del ideal ascético de carácter religioso como el enemigo de todo lo que de vigor y de fuerza tiene el ser humano. Es la negación de los valores positivos de la vida. El ecologismo fundamentalista viene de alguna manera a encarnar ese ideal ascético que se muestra en las ideologías que se oponen al mercado, en tanto éste es un mecanismo de vitalidad social y de vigor, el espacio donde deben triunfar los mejores, una vez que el comercio ha sustituido a la guerra como actividad principal de la sociedad. Un nuevo valor para el ideal ascético: pobreza, humildad, castidad…y decrecimiento. En una de sus brillantes paradojas, Nietzsche plantea que los sacerdotes del ascetismo que desprecian la vida cumplen, en realidad, un servicio insustituible a la misma: culpabilizar a los débiles y enfermos de su debilidad para que no se revelen contra los fuertes y sanos, pues “¿cuando alcanzarían su más sublime, su más sutil y último triunfo de la venganza? Cuando lograsen introducir en la conciencia de los afortunados su propia miseria; de tal manera que un día empezaran a avergonzarse de su felicidad”. El antihumanismo que procesa cierto ecologismo al ver en la mano del hombre el origen de la miseria del planeta, ¿sigue cumpliendo esa función? ¿no será, en cambio, la constatación de que los sacerdotes del ascetismo ya se han vengado?


Amnistía Internacional era, a principios de los noventa, una institución que reunía a gente de muy diversa ideología bajo el común denominador de los derechos humanos. Era una asociación pequeño-burguesa, casi calvinista, tanto en la práctica como en la intención: nos reuníamos en nuestra sección local cuatro o cinco personas que ejercíamos de amanuenses para escribir cartas de desamor a dictadores y torturadores en nombre de tribus perdidas o individuos caídos en desgracia en países que desconocíamos. Éramos gente persistente, reacia al entusiasmo militante, que educadamente decíamos que no a cualquier iniciativa partidista-revolucionario que fuera más allá de nuestra modesta misión redentora.

La globalización llegó, el mail acabó con la carga de prueba que para el gobierno de turno significaban las miles de cartas que se recibían y ese modelo de militancia personal, oscura y callada basada en el trabajo y propia del siglo pasado (no del XX, sino del XIX!) pasó a ser un anacronismo. Llegados a la posmodernidad, la militancia de Amnistia Internacional se ha hecho vicaria: ya no se necesitan amanuenses sino donantes, y éstos se deben ganar en el mercado audiovisual donde la competencia es dura, por global. La forma determina el fondo: no es con un negro injustamente encarcelado en un discreto país africano como se ganan las voluntades y se activan las Visas de la mayoría, sino poniendo en aprietos a países que despiertan una instintiva animadversión entre la progresía bienpensante del mundo.