viernes, 21 de mayo de 2010

Gobernar en Diagonal

El mes de abril no iba a ser el más cruel, como no iba a ser ésta la bofetada que más le doliera al alcalde Hereu. Fue en mayo, y como respuesta a la que debería haber sido una apuesta por la modernidad del ayuntamiento, que el “català emprenyat” ha decidido romperle la cara al buen alcalde de Barcelona, esta vez sin ni siquiera la sonrisa, tan socialdemócrata, de la señora ciudadana. Cuando de verdad ocurren cosas, la ciudadanía no está para ocurrencias, y como tal ha sido entendido el referéndum sobre la Diagonal. Algo está pasando y por primera vez en muchos años tenemos la sensación real de que nada volverá a ser igual; también para los políticos.


Sin embargo, y más allá de la coyuntura tan poco propicia, el debate sobre el referéndum de la Diagonal permite sacar algunas conclusiones sobre el recurrente tema de la participación ciudadana. Ésta, como mecanismo de información de la clase política para tomar decisiones más ajustadas, nunca se ha cuestionado. Lo que se cuestiona es esa deriva progresista según la cual la democracia representativa sería un mal, necesario, ante la imposibilidad del ejercicio de la democracia directa. Como apuntaba Popper, la virtud de un sistema político se demuestra en su capacidad de cambiar a los gobernantes sin necesidad de derramar sangre cuando se equivocan en su gestión…aún cuando no sean culpables de esa equivocación, y quizás con más razón en ese caso, añadiría yo. Una de las funciones de la clase política es servir de chivo expiatorio, hacerse responsables de las fatalidades propias y ajenas y de pagar por ello. Las apuestas por la democracia directa exoneran a los políticos (fácilmente intercambiables) y cargan la responsabilidad sobre el conjunto de la sociedad, lo cual –y dado que la cantidad no es garantía de infalibilidad- no creo que nos hiciera más felices, pues nada hay socialmente más sano que expulsar las culpas en otro –una casta específicamente creada para ello- y poder comenzar de nuevo cuando nos abaten las desgracias.

¿Significa eso que debemos renunciar a toda innovación participativa? Pues no, pero sí deberíamos marcar sus límites. La consulta finalista, es decir, aquella en que se decide el qué se debe hacer y no el quién decide qué hacer, sólo puede ser vinculante si sus consecuencias son explícitas e inmediatas, es decir, si no hay posibilidad de consecuencias no queridas de la decisión. La decisión sobre el diseño de un parque se agota en si misma, sin la posibilidad de grandes externalidades. No así la decisión sobre el diseño de la Diagonal, ya que ésta tendrá consecuencias difícilmente comprensibles para la mayoría respecto a la movilidad del resto de la ciudad. En toda consulta que no atañe a actuaciones sin externalidades (o que sean muy limitadas) debería primar el debate y la deliberación por encima de su vinculación. Siguiendo con el argumento, si la administración quiere consultar a la ciudadanía sobre decisiones complejas debería primar la cualidad sobre la cantidad –lo que invalidaría todo carácter vinculante. ¿Cómo? Un ejemplo que las nuevas tecnologías podría hacer posible: volcar información cualificada sobre el objeto de debate en la página web de la consulta y obligar a todo ciudadano que quiere ejercer su voto respecto a diversas opciones a pasar previamente un examen de conocimiento sobre esa información. No es elegante ni voluntarista, lo sé, pero sí que obliga a un cierto compromiso por parte de un ciudadano que, en el contexto actual, no se puede permitir ser frívolo con las decisiones; como no le permite ya a los políticos hacer frivolidades con su dinero.