miércoles, 12 de septiembre de 2012

¿Y ahora qué?


Los primeros análisis -todavía con el centro de Barcelona colapsado- de los medios catalanes sobre las repercusiones que tendrá la manifestación independentista de ayer en Barcelona se centraban en saber si marcaba un antes y un después, si se abría una nueva etapa política en Catalunya o si bien se trataba de un baño de masas circunstancial que el nacionalismo se habría dado para olvidar la magra situación real del país. ¿Estamos en el día 1 de una cuenta regresiva?

Para mi, lo de ayer sí marca un antes y un después. Si CiU, siendo el partido mayoritario, acepta la independencia como objetivo prioritario, éste también pasará a ser el de la mayoría de los catalanes (aunque tal hipótesis se debería refrendar en las urnas) lo que, de facto, abrirá un nuevo tiempo político en Catalunya. Por lo pronto, la manifestación de Barcelona marca el fin del independentismo utópico, del independentismo como sentimiento cuya explosión folklórica culminó ayer y la llegada a la fase de madurez de un independentismo, si no científico, al menos sí razonado que debe pasar a concretar y explicar lo que implica una secesión de España. El govern ha lanzado un órdago que no tiene marcha atrás, una dinámica que no podrá reconducirse con los tacticismos de antaño. Acertadamente o no, una parte muy importante de los catalanes ha asumido la explicación de España como enemigo externo, culpable del fracaso económico de una autonomía rescatada, lo que les permite soslayar las propias responsabilidades. Acertadamente o no, los catalanes asustados por la dimensión de la crisis sienten que tienen poco que perder y ya, desde Aristóteles, sabemos que cuando los pobres -los que nada temen porque nada tienen- son mayoría engendran revoluciones, en este caso nacionales toda vez que las clasistas están desacreditadas.

Convergència i Unió y el gobierno de la Generalitat deberá asumir ese estado de madurez de su discurso soberanista y empezar a concretar cómo se va a realizar esa transición y qué comporta ese proceso, y deberá hacerlo desde lo más genérico a lo más concreto.

Para empezar, aclarar el concepto de catalán: ¿Qué va a pasar con los catalanes que quieran seguir teniendo la nacionalidad española? ¿Serán extranjeros en su país? ¿Podrán votar? ¿Podrán acceder a la función pública? ¿Tendrán los mismos derechos que los nacionales catalanes? Nada de esto tienen los que, por definición, son extranjeros.

Siguiendo por aclarar la situación de Catalunya respecto al mundo. Por mucho que el eslogan de ayer hablara de un nou estat d’Europa la realidad es que según las normas comunitarias Catalunya, como estado independiente, dejaría de ser miembro de la Unión hasta una futura adhesión, cosa que España intentaría vetar. Además, y dado que casi todos los grandes estados europeos tienen tensiones territoriales similares, no es inverosímil que quisieran dar ejemplo a sus nacionalismos sobre cuerpo ajeno, lo que tampoco haría muy rápido el proceso de readmisión. Aunque a medio plazo Catalunya (que paradójicamente siempre ha sido la más europea de las españas) volviera a la Unión, no parece que pudiera evitarse unos años a la intemperie. El gobierno catalán tiene la obligación de explicar cómo se haría esa travesía en el desierto. Ni siquiera los indignados griegos han querido asumir el riesgo de salir de la moneda única ante el consenso que parece haber respecto al empobrecimiento radical que ello conllevaría para el país. Un empobrecimiento que en el caso catalán se agudizaría por la presumible fuga de capitales (a estas alturas hasta los de letras sabemos eso de que “los mercados huyen de la incertidumbre”) y el boicot que los productos catalanes podrían sufrir en su mercado natural, que es España. ¿Cree el govern que los catalanes estarán dispuestos a asumir ese coste? ¿Creen los catalanes realmente que no podemos estar peor?

Y así hasta lo más anecdótico: ¿Es viable un Barça cargado de estrellas mundiales jugando una liga catalana? ¿Por que los grandes equipos europeos querrían acoger a un rival tan temible en sus ligas?

Todas estas dificultades a las que se debería enfrentar el futuro estado catalán serían más llevaderas si España aceptara deportivamente la secesión, cosa que no parece probable.  A estas alturas de la vida todos sabemos por experiencia que no existen las rupturas amistosas,  que relaciones que quizás han durado pocos meses se saldan con enemistades que perduran durante años. ¿Cómo habría de ser diferente una ruptura después de 500 años de convivencia? Una separación que, además, comportará enfrentarse durante muchos años por el reparto de algo más que una casa o un coche. España, la despechada, no lo pondrá fácil. Además los incentivos serán antagónicos: Catalunya, rejuvenecida por su nueva libertad querrá demostrar que tantos años juntos fueron una pérdida de tiempo y que nunca debió sacrificar los mejores años de su vida a España. Mientras, España intentará demostrar que sin ella todo es ir a peor, que sin mí no eres nada.


Y España, ¿qué puede hacer?

Ese paso del sentimiento a la concreción que necesariamente deberá realizar el independentismo hará repensar su posición en un hipotético referéndum por la autodeterminación a muchos de los catalanes que ayer salieron a la calle. Sin duda. Pero la secesión como posibilidad ya sería viable y cuestión de tiempo que los números salieran, entre otras cosas porque la desconfianza entre Catalunya y España convertiría esa posibilidad en una profecía autocumplida: ¿Qué incentivos tendría el Estado para realizar inversiones como las realizadas en el AVE o el Aeropuerto del Prat en un territorio que, quizás de aquí a 10 años ya no pertenezca al país? La inversión del Estado en Catalunya sería cada vez menor y, consecuentemente, mayor la sensación de maltrato por parte de los catalanes.

Ahora bien, el miedo a lo desconocido que supone un proceso secesionista puede retrasar que una mayoría social vote por la independencia, pero nada perdurable se puede erigir sobre el miedo; no se puede consolidar una relación si existe la sensación de estar obligado a escoger entre lo malo y lo peor. Por ello, el reto que el soberanismo plantea a España no será superado desde el inmovilismo, por mucho que Rajoy, tan contrario como parece a aceptar que la realidad es compleja, haga el don Tancredo. El barullo es la condición natural de la realidad. Se quiera o no, España debe afrontar una crisis global de estado, una crisis que es económica, territorial, social y política a la vez…y afrontarla con un Charberlain y no un Churchill a la cabeza.

España debe mover ficha y rápido, debe coger la iniciativa y no esperar a verlas venir, debe seducir y no sólo asustar. Como dije hace poco, es urgente que los dos grandes partidos de ámbito nacional (PP y PSOE) asuman infringirse su propia Ley de Reforma Política y, como las cortes franquistas en su momento, proceder a un harakiri parcial. Quizás hace unos meses podrían pensar en salvaguardar su estructura de poder aún a consta de perjudicar al estado, pero ahora esto ya no vale: si no están dispuestos a sacrificarse para salvar al estado éste caerá, y con él ellos mismos.

ES URGENTE QUE LOS DOS GRANDES PARTIDOS REDEFINAN EL ACTUAL MODELO DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS hacia un modelo asimétrico, donde sólo Catalunya y el País vasco tengan potestad legislativa, y el resto del territorio una mera descentralización administrativa, porque el café para todos ha generado una hipertensión territorial que amenaza con destruirnos. Delegar poder legislativo no comportaría necesariamente asumir desigualdades entre los ciudadanos españoles; es más, probablemente desviaría el foco sobre reivindicaciones que no fueran puramente económicas. No parece tan difícil, basta (¡!) con que los dos partidos acepten sacrificar sus estructuras de poder territorial en aquellas regiones que han gobernado uno u otro de manera permanente. Dado el actual descrédito de la política no es previsible grandes manifestaciones de sus ciudadanos reivindicando parlamentarios propios, y más si el ahorro que ello conllevaría se reinvirtiera en mejores servicios públicos.  Además, esa medida tendría el beneplácito de los nacionalistas, que siempre han ansiado la diferencia. Ello no sólo significaría un ahorro económico sino que, todavía más importante, un cambio en las perversas dinámicas de ingobernabilidad que el modelo genera con el actual sistema de partidos.

Por el camino quizás hasta se podría apaciguar las ansias separatistas de los nacionalismos. Quizás no, pero en todo caso se ganaría algo de tiempo para que, si finalmente Catalunya y el País Vasco consiguieran la independencia España, como estado y cuerpo social, se dotara de una estructura suficientemente fuerte para afrontar con garantías los estragos económicos y sociales que necesariamente comportaría esa amputación, ese nuevo noventayocho

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