
Para mi, lo de ayer sí
marca un antes y un después. Si CiU, siendo el partido mayoritario, acepta la
independencia como objetivo prioritario, éste también pasará a ser el de la
mayoría de los catalanes (aunque tal hipótesis se debería refrendar en las
urnas) lo que, de facto, abrirá un nuevo tiempo político en Catalunya. Por lo
pronto, la manifestación de Barcelona marca el fin del independentismo utópico,
del independentismo como sentimiento cuya explosión folklórica culminó ayer y la llegada a la fase de madurez de un
independentismo, si no científico, al menos sí razonado que debe pasar a concretar
y explicar lo que implica una secesión de España. El govern ha lanzado un órdago que no tiene marcha atrás, una dinámica
que no podrá reconducirse con los tacticismos de antaño. Acertadamente o no,
una parte muy importante de los catalanes ha asumido la explicación de España
como enemigo externo, culpable del fracaso económico de una autonomía rescatada,
lo que les permite soslayar las propias responsabilidades. Acertadamente o no,
los catalanes asustados por la dimensión de la crisis sienten que tienen poco que perder y ya, desde Aristóteles, sabemos que cuando los pobres -los que
nada temen porque nada tienen- son mayoría engendran revoluciones, en este caso
nacionales toda vez que las clasistas están desacreditadas.
Convergència i Unió y el gobierno de la Generalitat deberá asumir ese estado de madurez de su discurso
soberanista y empezar a concretar cómo se va a realizar esa transición y qué
comporta ese proceso, y deberá hacerlo desde lo más genérico a lo más concreto.
Para empezar, aclarar el
concepto de catalán: ¿Qué va a pasar con los catalanes que quieran seguir
teniendo la nacionalidad española? ¿Serán extranjeros
en su país? ¿Podrán votar?
¿Podrán acceder a la función pública? ¿Tendrán los mismos derechos que los nacionales catalanes? Nada de esto tienen
los que, por definición, son extranjeros.
Siguiendo por aclarar la
situación de Catalunya respecto al mundo. Por mucho que el eslogan de ayer
hablara de un nou estat d’Europa la
realidad es que según las normas comunitarias Catalunya, como estado independiente,
dejaría de ser miembro de la Unión hasta una futura adhesión, cosa que España intentaría
vetar. Además, y dado que casi todos los grandes estados europeos tienen
tensiones territoriales similares, no es inverosímil que quisieran dar ejemplo a sus nacionalismos sobre
cuerpo ajeno, lo que tampoco haría muy rápido el proceso de readmisión. Aunque
a medio plazo Catalunya (que paradójicamente siempre ha sido la más europea de las españas) volviera a la Unión, no
parece que pudiera evitarse unos años a la intemperie. El gobierno catalán
tiene la obligación de explicar cómo se haría esa travesía en el desierto. Ni
siquiera los indignados griegos han querido asumir el riesgo de salir de la
moneda única ante el consenso que parece haber respecto al empobrecimiento
radical que ello conllevaría para el país. Un empobrecimiento que en el caso
catalán se agudizaría por la presumible fuga de capitales (a estas alturas
hasta los de letras sabemos eso de que “los mercados huyen de la
incertidumbre”) y el boicot que los productos catalanes podrían sufrir en su mercado
natural, que es España. ¿Cree el govern
que los catalanes estarán dispuestos a asumir ese coste? ¿Creen los catalanes
realmente que no podemos estar peor?
Y así hasta lo más
anecdótico: ¿Es viable un Barça cargado de estrellas mundiales jugando una liga
catalana? ¿Por que los grandes equipos europeos querrían acoger a un rival tan
temible en sus ligas?
Todas estas dificultades
a las que se debería enfrentar el futuro estado catalán serían más llevaderas
si España aceptara deportivamente la
secesión, cosa que no parece probable. A
estas alturas de la vida todos sabemos por experiencia que no existen las
rupturas amistosas, que relaciones que
quizás han durado pocos meses se saldan con enemistades que perduran durante
años. ¿Cómo habría de ser diferente una ruptura después de 500 años de
convivencia? Una separación que, además, comportará enfrentarse durante muchos
años por el reparto de algo más que una casa o un coche. España, la despechada, no lo pondrá fácil.
Además los incentivos serán antagónicos: Catalunya, rejuvenecida por su nueva
libertad querrá demostrar que tantos años juntos fueron una pérdida de tiempo y
que nunca debió sacrificar los mejores
años de su vida a España. Mientras, España intentará demostrar que sin ella
todo es ir a peor, que sin mí no eres
nada.
Y España, ¿qué puede hacer?
Ese paso del sentimiento
a la concreción que necesariamente deberá realizar el independentismo hará repensar
su posición en un hipotético referéndum por la autodeterminación a muchos de
los catalanes que ayer salieron a la calle. Sin duda. Pero la secesión como
posibilidad ya sería viable y cuestión de tiempo que los números salieran, entre
otras cosas porque la desconfianza entre Catalunya y España convertiría esa
posibilidad en una profecía autocumplida: ¿Qué incentivos tendría el Estado para realizar
inversiones como las realizadas en el AVE o el Aeropuerto del Prat en un
territorio que, quizás de aquí a 10 años ya no pertenezca al país? La inversión
del Estado en Catalunya sería cada vez menor y, consecuentemente, mayor la
sensación de maltrato por parte de los catalanes.
Ahora bien, el miedo a lo
desconocido que supone un proceso secesionista puede retrasar que una mayoría
social vote por la independencia, pero nada perdurable se puede erigir sobre el
miedo; no se puede consolidar una relación si existe la sensación de estar obligado a escoger entre lo malo y lo peor. Por ello, el reto que el soberanismo plantea a
España no será superado desde el inmovilismo, por mucho que Rajoy, tan contrario
como parece a aceptar que la realidad es compleja, haga el don Tancredo. El barullo es la condición natural de la
realidad. Se quiera o no, España debe afrontar una crisis global de estado, una
crisis que es económica, territorial, social y política a la vez…y afrontarla
con un Charberlain y no un Churchill a la cabeza.
España debe mover ficha y
rápido, debe coger la iniciativa y no esperar a verlas venir, debe seducir y no
sólo asustar. Como dije hace poco, es urgente que los dos grandes partidos de
ámbito nacional (PP y PSOE) asuman infringirse su propia Ley de Reforma
Política y, como las cortes franquistas en su momento, proceder a un harakiri parcial. Quizás hace unos meses
podrían pensar en salvaguardar su estructura de poder aún a consta de
perjudicar al estado, pero ahora esto ya no vale: si no están dispuestos a
sacrificarse para salvar al estado éste caerá, y con él ellos mismos.
ES URGENTE QUE LOS DOS
GRANDES PARTIDOS REDEFINAN EL ACTUAL MODELO DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS hacia
un modelo asimétrico, donde sólo Catalunya y el País vasco tengan potestad
legislativa, y el resto del territorio una mera descentralización administrativa,
porque el café para todos ha generado una hipertensión
territorial que amenaza con destruirnos. Delegar poder legislativo no
comportaría necesariamente asumir desigualdades entre los ciudadanos españoles;
es más, probablemente desviaría el foco sobre reivindicaciones que no fueran puramente
económicas. No parece tan difícil, basta (¡!) con que los dos partidos acepten
sacrificar sus estructuras de poder territorial en aquellas regiones que han
gobernado uno u otro de manera permanente. Dado el actual descrédito de la
política no es previsible grandes manifestaciones de sus ciudadanos
reivindicando parlamentarios propios, y más si el ahorro que ello conllevaría
se reinvirtiera en mejores servicios públicos.
Además, esa medida tendría el beneplácito de los nacionalistas, que
siempre han ansiado la diferencia. Ello no sólo significaría un ahorro
económico sino que, todavía más importante, un cambio en las perversas
dinámicas de ingobernabilidad que el modelo genera con el actual sistema de
partidos.
Por el camino quizás
hasta se podría apaciguar las ansias separatistas de los nacionalismos. Quizás
no, pero en todo caso se ganaría algo de tiempo para que, si finalmente Catalunya
y el País Vasco consiguieran la independencia España, como estado y cuerpo
social, se dotara de una estructura suficientemente fuerte para afrontar con
garantías los estragos económicos y sociales que necesariamente comportaría esa
amputación, ese nuevo noventayocho.
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