viernes, 1 de octubre de 2010

Monarquía extemporánea



Hay en España pocas disputas que disparen el imaginario colectivo como la que tienen republicanos y monárquicos. Bueno, monárquicos la verdad es que no existen. Existe cierto juancarlismo sociológico, gente que ya les va bien con lo que hay, sin entrar en esencialismos teóricos. Por contra, sí que existen esencialistas republicanos, que revisten a esa forma de gobierno de una virtú que va más allá de su valor funcional. Reminiscencias de los años treinta. Por contra, ahora se trata de una disputa anacrónica, pues nada impide al Reino de España hacer y deshacer con su sociedad como lo pueda hacer la República Francesa. Y hacerlo, además –y como nos recuerda el monárquico ABC- a un precio competitivo: no sólo porque los gastos corrientes sean comparables, sino porque lo vitalicio del cargo atempera la necesidad de pasar a la Historia con la huella de piedra propia de los gobernantes temporales, como Mitterrand hizo con la Biblioteca Nacional o Pompidou con el Beaubourg.

Para muchos su pecado es de origen, por ser una institución reimplantada por el franquismo. Pero el origen –aunque su cercanía temporal no ayude- no debe ser el criterio para juzgar una institución, sino su funcionalidad. Y en un país tan cainita como el nuestro, delegar la jefatura del estado en una figura externa a la lucha partidista ha sido definitivamente funcional. Y así será, mientras el Rey siga siendo una figura simbólica y no entre -como le pide algún líder de opinión de la derecha- en la definición de las políticas de gobierno. Aristóteles ya se realizaba la pregunta clave en su Política: “¿es preferible poner el poder en manos de un hombre virtuoso o es mejor encomendarlo a buenas leyes?” Y su respuesta tardó unos siglos en seguirse: “Cuanto menos extensas son sus atribuciones soberanas, tanta más probabilidad tiene de mantenerse en toda su integridad”.

Pero el elemento relevante es su carácter hereditario: podemos poner el poder en manos de un hombre virtuoso, pero ¿la virtud se hereda necesariamente con el poder? Aristóteles plantea que no siempre la soberanía debe pasar de padres a hijos en una monarquía; sin embargo, introducir un criterio valorativo y meritocrático en la transmisión del poder socava irremediablemente la institución: ¿por qué confiar en la genética cuando tenemos mecanismos más fiables para escoger al que debemos obedecer? El carácter anacrónico de la monarquía deriva de su condición hereditaria, lo que conlleva la persistencia de una institución basada en un criterio estamental cuando la sociedad actual se basa en criterios individualistas: meritocracia, movilidad social y un igualitarismo exacerbado que lleva, por ejemplo, a poner fuertes trabas en la transmisión de patrimonios entre generaciones no podría aceptar una transmisión de un valor colectivo, como el poder político, sino como resultado de un mérito individual revestido por el consentimiento del conjunto de la ciudadanía. El individualismo hace que los súbditos sólo acepten obedecer a quién creen que es mejor que ellos o, lo que es lo mismo, a aquél que se lo pide; a su vez, el individualismo también conlleva tensiones insalvables en los propios nobles, los cuales ya no están dispuestos a sacrificar su vida por cumplir con su función social y exigen, incluso, casarse por amor. Pero -nobleza obliga- la separación entre lo público y lo privado no tiene sentido cuando tu cargo se debe a la virtud y no a la elección.

Cioran pronosticaba que la Iglesia tenía los siglos contados. La institución monárquica, perdida su áurea divina, quizás pueda ir tirando unas décadas más, pero se lo tendrá que ganar año a año, convenciéndonos a base de simpatía e irrelevancia.

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