miércoles, 13 de octubre de 2010

La palabra es un arma


La escalada mediática que la problemática de la violencia de género ha tenido a lo largo de los últimos años ha significado también la aparición de un léxico nuevo, algo imprescindible si se quiere llamar la atención sobre un hecho preexistente pero que hasta ese momento había sido asumido como una fatalidad. De todas las creaciones del lenguaje que ha generado este hecho, la que más me ha llamado la atención es la de “terrorismo de género” que algunos y algunas utilizan sin rubor. La verdad es que me sorprende la normalidad de su uso, cuando se trata de una auténtica aberración, francamente ofensiva. Calificar de terrorismo a la violencia que algunos hombres ejercen sobre sus parejas implicaría asumir que el conjunto de ellos conformarían cierta organización con una finalidad explícita, para la consecución de la cual utilizarían tácticas de amedrentamiento sobre el conjunto de la sociedad (femenina). Así, todo hombre es calificado de asesino en potencia, siendo aquellos que todavía no han asesinado a sus mujeres meras células dormidas (¿por el fútbol?).

Esto es absurdo, por lo que quiero creer que la finalidad de aquellos que promueven este concepto es otra. Intuyo que lo que pretenden es igualar el impacto social de las muertes de género a las del terrorismo; conseguir que las primeras sean tan inasumibles para la ciudadanía como las segundas, de manera que se movilicen los mismos medios para combatirlas. ¿Por qué la muerte de sesenta mujeres al año debería conmover menos que la muerte de tres o cuatro personas en atentados terroristas? Pero la comparación cuantitativa es irrelevante. Lo que hace insoportable la muerte para la opinión pública no es el número, sino el motivo de la misma. Así, asumimos la muerte de miles de personas en accidentes de tráfico como una fatalidad y así lo vivimos cuando nos toca cerca, pero no soportamos que alguien decida de manera gratuita sobre nuestra vida individualmente, ni colectivamente que nos coaccionen mediante atentados a actuar de una determinada manera. De ahí que nos sonaran tan hipócritas las comparaciones cuantitativas entre unas muertes y otras que de vez en cuando se escuchaban por parte de los portavoces de las organizaciones proetarras. Sin embargo, nada de esto se da en la violencia de género, sencillamente porque no hay interlocutor; es una violencia que no interpele a nadie. Entendemos el sentido de las concentraciones que a lo largo de los últimos años han seguido a cada atentado terrorista -aunque se pueda cuestionar la utilidad o se crea incluso que puedan ser contraproducentes-: dirigirse a los terroristas para mostrar la repulsa social a ese método de conseguir una finalidad política y responder negativamente a sus demandas. Sin embargo, ¿contra quién se dirigen las concentraciones que, por mimetismo, se realizan después de un asesinato machista? No existe interpelación posible, pues se trata de una violencia que se agota en su realización. No hay respuesta que dar, pues nada se reivindica.
Los hombres, sin otro atributo que serlo, no tienen ni relato ni conciencia colectiva. Mejor así. Por ello sería mejor no llamarles terroristas, no tanto por no ofenderlos como por que no se giren todos a la vez. Decía Nietzsche que ser benigno es patrimonio de los fuertes, mientras que son los débiles los que con más saña utilizan la violencia cuando se sienten cuestionados y, francamente, no creo que los hombres, así, en conjunto, estén pasando por su mejor momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario