sábado, 27 de noviembre de 2010

28-N


Desconozco si cometo algún delito publicando este análisis electoral en plana jornada de reflexión, pero confío en que para cuando alguien lea esta entrada el delito ya haya prescrito.

Mañana, si las encuestas no se equivocan, terminará la experiencia del tripartito catalán que comenzó hace ocho años con el errático Maragall y que acabará con el hierático Montilla. Dos actitudes diferentes para un mismo resultado: el liderazgo ideológico de Esquerra Republicana de Catalunya. Hoy, más que nunca, el independentismo o soberanismo es la piedra de toque de la agenda política catalana, el “horizonte de nuestra época”, como decía Sartre del marxismo. Ello se debe a dos carencias del PSC. Una estructural, la que tiene que ver con la histórica indefinición del partido socialista respecto a las relaciones entre Catalunya y España; una carencia que en la oposición no se percibía tan problemática, pero que en el gobierno no permite disimular lo desnudo que está el rey. La otra carencia del PSC es más coyuntural y tiene que ver con la personalidad de José Montilla; un político serio, que forjó su liderazgo en el partido a base de administrar sus muchos silencios, los cuales no le han permitido, sin embargo, tener una voz propia frente al griterío de sus socios de gobierno. Su hieratismo, tan útil para dominar una organización, no sirve para liderar una sociedad. Todas estas carencias del socio mayoritario le ha otorgado la preeminencia ideológica a quién sí sabía lo que quería hacer con el gobierno, como siempre pasa cuando la indefinición se junta con el carácter.

Así, fijado el debate identitario como central, poco puede hacer un Partido Socialista que siempre se ha mostrado incómodo en ese escenario. Su campaña, basada en mostrar los resultados de su gestión no tiene ninguna posibilidad de llegar al electorado, ya que cuando las grandes ideas se mueven la gestión es secundaria; y este es un momento de ideas, de decisiones cruciales.

La convocatoria de elecciones ha sido positiva en sí misma, en cuanto ha significado una ruptura en la tendencia soberanista que estamos viviendo. La duda está en saber si se tratará de una ruptura perdurable o, por contra, de una pausa hacia una profundización en la misma. Si sólo ha sido una pausa entraremos en una fase de gran inestabilidad. El argumentario soberanista se nutre de medias verdades, una de las cuales es la existencia de un estado autonómico que, bajo la coartada de la solidaridad, premia a las comunidades menos productivas. Pero aunque esto sea verdad, la pérdida de recursos económicos para Catalunya que implica la solidaridad entre territorios sería menor que la resultante de la inestabilidad que produciría una profundización en el debate independentista. El camino hacia la independencia sólo sería posible asumiendo un alto coste económico. Europa, es decir, la Unión Europea, es decir, la Unión de los grandes estados europeos difícilmente permitirían una secesión en la nación más antigua de Europa que sirviera de ejemplo e inspiración a los muchos movimientos nacionalistas que existen en sus territorios sin sancionarla. No sería inverosímil que Catalunya cargara con un castigo económico preventivo, pues seguramente todos los estados tendrían incentivos para, por una vez, ponerse de acuerdo en algo sin que la división según intereses nacionales permitiera cierto juego a un hipotético estado catalán.

Pero la lucha de ideas no se ganará enumerando las dificultades económicas de la ruptura con España, antes al contrario la avivaría al plantear un fenomenal reto colectivo, ahora que existen tan pocos. El triunfo ideológico sobre el soberanismo sólo puede provenir de un discurso positivo de la relación entre Catalunya y el resto del Estado; un discurso todavía pendiente, tanto por parte de una España que se ha quitado los complejos que la unían al franquismo y que ya no cree necesaria más pedagogía, como por parte de los partidos no nacionalistas catalanes que siguen estando, por contra, muy acomplejados a la hora de asumir su condición.

El anunciado triunfo de CiU no significará, necesariamente, ahondar en la vía nacionalista a pesar del discurso reciente de Artur Mas. Su pedigrí catalanista hará innecesarias las demostraciones de catalanidad que a cada instante parecían tener que realizar los socialistas. Volveremos al oasis catalán, una ciénaga donde nada se mueve porque todo está nacionalmente en su sitio. Si no gana por mayoría absoluta será muy importante que el Partido Popular -el único partido no nacionalista con capacidad de influencia- sea más decisivo que Esquerra Republicana, de manera que Convergència i Unió se vea impelido por lo que ellos entienden que es un agente externo a postergar su sueño soberanista y volver a la agenda pragmática en que tan cómodo se sentía el partido de Pujol.

Un mal menor, pues lo que ya parece irrecuperable es que este modesto retablo político pase a ser el centro de la vida social catalana cuando hace unas décadas el país real giraba alrededor de la iniciativa empresarial y una sociedad civil que ahora no es más que un apéndice del poder autonómico. Pareciera que en esta España, a los catalanes nos fuera mejor como judíos, sin poder político, recluidos en nuestros negocios y haciendo de la imposición virtud que como marranos, convertidos a un poder político provinciano. En el camino hemos dejado de ser la mejor Villa para vivir en una mediocre Corte.

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