A diferencia de sus homólogos del norte de Europa, nuestros
nacionalistas dicen ser fervientes defensores de la diversidad cultural. Son
progres. Nuestros nacionalistas progresistas denuncian cualquier situación de
racismo de las que suelen darse en barrios en los que no acostumbran a vivir. Llegan,
certifican quienes son los buenos y quienes los malos y se dan la vuelta,
envueltos en su superioridad moral. Sin embargo no son tan diferentes ¿Con qué
legitimidad le reprochan al murciano
que no quiera compartir el espacio de su rellano con el moro cuando ellos se empeñan en no compartir su espacio político
con el resto de los españoles? Si para los nacionalistas dos culturas
diferentes no pueden compartir un mismo estado, ¿Por qué deberían compartir un
mismo barrio? Sorprendidos, hasta
podrían encontrarse con algún afable Jonqueras que declarara también su amor a
sus vecinos, su afición al cuscús y lo
bien que sienta una chilaba, mientras se mantengan detrás de una frontera.
Nuestros nacionalistas progresistas son fervientes
defensores de la diversidad…excluyente. Aspiran a una Cataluña donde ser
español y catalán sea incompatible, en contra de las encuestas y del barrio.
Sueñan con una segregación que les permita los beneficios de una gentrificación. Pero no todas las
diversidades son excluyentes. El vecino de la peña del Madrid se incomoda
cuando entra en un bar barcelonista, como el sindicalista no puede entender al
obrero de derechas que vive tabique con tabique. Se incomodan, se molestan,
pero se necesitan para ser lo que son. Aceptan jugar siempre que las reglas
hagan posible la alternancia, siempre que sea posible ganar alguna vez. El
proyecto independentista, en cambio, es un juego de suma cero, donde el ganador
se lo lleva todo (aunque solo si el que gana es el nacionalista, si no, se
seguirá votando hasta que eso pase) cuando durante 40 años hemos conllevado
nuestra doble identidad sin necesidad de jugárnosla
a una sola carta. Ahora, por el contrario, nos invitan a ser dos comunidades
separadas por un mismo territorio.
Nuestros nacionalistas progresistas nos quieren convencer de
la superioridad moral de un proyecto reaccionario: un estado catalán que
responde a una supuesta unidad cultural. En frente, una España incómoda o
molesta, por plural, siempre tendrá la superioridad política que encarna el
ideal de la modernidad: un estado culturalmente diverso de ciudadanos iguales
ante la ley.
Las calles serán siempre suyas, pero los barrios nos dan la
razón.
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